La conquista del Peru y la resistencia inca
Get quality term paper help at Unemployedprofessor.net. Use our paper writing services to score better and meet your deadlines. It is simple and straightforward. Whatever paper you need—we will help you write it!
Order a Similar Paper Order a Different Paper
La conquista del Peru y la resistencia inca
Carlos Fuentes habla de la conquista del Perú y la resistencia Inca. Explica algunos de los aspectos más resaltantes según Fuentes. Añade una cita textual del texto relacionada con la idea. Mínimo 100 palabras. Añade información a las intervenciones de tus compañerxs.
DOSSIER
Los hijos INCAS del Sol
Gran señor inca en andas, en una ilustración de la Crónica de Huamán Poma.
Alzaron ciudades ciclópeas
sin conocer la escritura y
vertebraron un mosaico de
pueblos que los creían
dioses. Sus órdenes llegaban
a miles de kilómetros, sus
orfebres copiaban el mundo
en oro y sus cadáveres
momificados eran atendidos
como en vida. Hoy, el
imponente Imperio de los
Incas cobra actualidad en
España gracias a una magna
exposición. Cuatro
especialistas analizan la vida,
la muerte, el Arte, la Historia
y el papel de la mujer en el
antiguo Tahuantinsuyu
79. Momias. Equipaje 84. Un mundo
para la eternidad bañado en oro
70. Señores
de los Andes
Concepción Bravo
76. La mujer. Fuerte
e influyente
F. Hernández Astete Alicia Alonso E. Sánchez Montañés
69
Señores de los
ANDES
Lograron imponer su hegemonía sobre el mosaico
de pueblos que ocupaban los vastos espacios
andinos, en los que levantaron uno de los más
asombrosos imperios de la Historia. Concepción
Bravo se adentra en el complejo y brillante
sistema de los Incas, que los españoles supieron
adaptar hábilmente en su propio beneficio
Tratando de repetir la hazaña de
Hernán Cortés en México, los
españoles pusieron fin a una
de las más brillantes civiliza-
ciones que ha alumbrado la historia de la
Humanidad, la de los Incas, cuyo espa-
cio nuclear eran los Andes Centrales y
la región circumlacustre del Titicaca.
La historiografía de las últimas décadas
del siglo XX ha rescatado de las antiguas
crónicas del XVI y XVII el término
Tahuantinsuyu para definir el concepto
de ese espacio, que constituyó el vasto
territorio en el que ellos asentaron un po-
deroso Estado, cuyos límites habían que-
dado fijados en el año 1530: por el nor-
te en el río Patia, en el sur de la actual
república de Colombia, entre Pasto y Po-
payán, y por el sur, en el río Maule, en
territorio chileno, con una distancia de
5.000 kilómetros entre ambos puntos.
Tradicionalmente, se venía hablando
del Imperio de los Incas, del Imperio de
los hijos del Sol o, simplemente, del An-
tiguo Perú. Es éste un nombre que no
figuraba en la toponimia indígena, pero
que no sólo alentó las expectativas vi-
CONCEPCIÓN BRAVO GUERREIRA es
catedrática de Historia de América, UCM
sionarias de quienes se empeñaron en
la aventura de llegar a esas tierras, adi-
vinadas o presentidas, desde Panamá,
en una fecha tan temprana como la de
1523. Fue también un nombre y una re-
ferencia aceptada y difundida sin reser-
vas por los mismos habitantes del gran
imperio, apenas llegados los españoles
a sus tierras. Pero ¿quién lo inventó? y
¿por qué? Parece derivarse de una pro-
vincia llamada Birú, que se abría en los
límites del territorio explorado del istmo
de Panamá, en el extremo de la que ha-
bía empezado a identificarse como la
“ruta de Levante”, inaugurada con los
viajes del hidalgo vizcaíno Pascual de
Andagoya, en 1522.
La obsesión por el éxito de Cortés
Fue ésta una empresa que solamente
proporcionó fracasos y pérdidas de vi-
das y recursos, pero que encendió las
ambiciones y las ilusiones, perseguidas
como una quimera por otros hombres
audaces que buscaban alucinados el sue-
ño de conseguir un éxito semejante al de
Cortés. También en la lejana corte del
emperador Carlos se creía posible repe-
tir esa gesta y por eso se solicitaban, en
una Real Cédula fechada en Logroño el Serie de los Incas, óleo de Marcos Chillitupac
70
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
Inca, de la escuela cuzqueña, datado hacia 1837. Otras series continuaban con los reyes de España (Colección Celso Pastor de la Torre).
71
Fragmento del
perímetro exterior del
Coricancha, el gran
templo solar del Cuzco
imperial, sobre el que
se alza un edificio de la
época colonial.
22 de septiembre de 1523 y dirigida a los
oficiales de la Casa de la Contratación,
informaciones precisas sobre “las naos
que navegan por las costas del Perú”.
Y aunque en esa misma fecha Anda-
goya había abandonado la empresa y
Francisco Pizarro y Diego de Almagro
apenas estarían empezando a negociar
con el gobernador de Panamá su per-
miso para continuarla, el nombre ya mí-
tico del Perú había cuajado en la fanta-
sía popular, más allá de las tierras y los
mares de un Mundo Nuevo que se abría
promisorio a las expectativas de la cor-
te castellana. Se había inscrito ya en una
geografía imaginaria o imaginada y na-
da impidió que se impusiera sobre cual-
quier otro para designar a la que se
constató como una realidad en las leja-
nas latitudes donde los Incas tenían
asentado su imperio.
Pero el de Tahuantinsuyu es el que ex-
presa más claramente, y con mayor pro-
piedad, la verdadera significación del es-
píritu que imprimieron a su política los
señores del Cuzco para llevar a cabo su
plan de integrar en un Estado poderoso
a las gentes y las tierras que ocupaban
la geografía fragmentada del espacio an-
dino. En la diversidad orográfica y cli-
mática, y en consecuencia ecológica, se
habían instalado múltiples grupos hu-
manos de razas y culturas diferentes
que, en un proceso milenario, fueron ca-
paces de irse adaptando a las difíciles
condiciones de un medio casi siempre
hostil que, por un lado, los empujaba
a organizar sus escasas fuerzas para ob-
tener los recursos imprescindibles para
subsistir y, por otro, los colocaba en una
actitud de temor ante el desafío de
una naturaleza que ellos no podían con-
trolar y cuya energía atribuían a fuer-
zas sobrenaturales, a las que había que
propiciar con rituales y ofrendas.
Religión y sacerdocio parecen haber
marcado las bases del sistema de orga-
nización social, y mas tarde política, de
las sociedades andinas, y de sus activi-
dades económicas. Con grandes cere-
monias, y con rituales o prácticas más o
menos sencillas, se sacralizaba la vida
pública o cotidiana de pueblos que afir-
maban sus intereses comunes en la fuer-
za de una estructura familiar, el ayllu,
que daba cohesión al grupo con el re-
El Coricancha, recinto de oro
La riqueza del gran templo solar del Cuz-
co imperial no fue una fantasía nacida de
la tradición popular. Así lo recordaba el vie-
jo soldado Pedro Pizarro, cuando escribió los
hechos de la conquista en los que había par-
ticipado siendo un paje de su pariente Fran-
cisco Pizarro:
“Tenían este Sol en unas casas muy gran-
des, todas de cantería muy labradas, y así
mismo la cerca de cantería muy alta y muy
bien obrada. En la delantera della tenían una
cinta de planchas de oro, de más de un pal-
mo de ancho, encajadas en las piedras. En un
patio pequeño que estaba dentro, estaba una
peña a manera de escaño con el encaje de oro.
Aquí asentaban el Sol cuando no salía a la
plaza de día, y de noche lo metían en un apo-
sento pequeño que tenían, muy labrado, y
así mismo chapeado de oro alrededor.
Delante del aposento donde dormía el Sol
tenían hecho un guerto pequeño, que ser-
vía como una era grande, donde sembraban
a su tiempo maíz, y al tiempo que celebra-
ban sus fiestas, que era en el año tres vezes,
henchían este güerto de cañas de maíz he-
chas de oro, con sus mazorcas y hojas al na-
tural, todo de oro muy fino, las quales te-
nían guardadas para poner en estos tiempos”.
También el Inca Garcilaso de la Vega guar-
daba en su memoria las descripciones que
oyera en su niñez a los parientes de su ma-
dre, princesa de la estirpe de los Incas: “Era
jardín de oro y plata como los que había en
las casas reales de los reyes, donde había mu-
chas yerbas y flores de diversas suertes, mu-
chos árboles, muchos animales grandes y chi-
cos y sabandijas de las que van arrastrando,
y mariposas y pájaros, cada cosa puesta en el
lugar que más al propio contrahiciese a lo na-
tural que remedaba. Había un gran maizal,
y árboles frutales con su fruta toda de plata
y oro, contrahecho al natural, y rimeros de
leña contrahecha de oro y plata. También ha-
bía grandes figuras de hombres y mujeres y
niños, vaciados de los mismos, porque todos
los plateros que había dedicados para el ser-
vicio del Sol no entendían de otra cosa sino
hacer y contrahacer las dichas cosas”.
72
SEÑORES DE LOS ANDES
Los descendientes de los Incas fueron
ennoblecidos por el emperador Carlos V.
Retrato sobre pergamino de Topa Inga
Yupanqui, de 1545.
conocimiento de un antepasado común,
su ancestro fundador, que adquiría los
rasgos de héroe cultural protector de sus
gentes y de las tierras que ocupaban.
Fuerzas de la naturaleza divinizadas,
dioses de la tierra y del espacio celeste
superior, donde los astros rigen los des-
tinos de los hombres, héroes locales fun-
dadores de grupos, son percibidos co-
mo artífices y garantes de las empresas
de sus fieles.
Integración panandina
La geografía sagrada establece los refe-
rentes de la geografía humana del es-
pacio andino, que se unificará en el
Tahuantinsuyu, en el prestigio de los
grandes santuarios de Chavin y Tiahua-
naco, en las alturas de la sierra, y de los
que se alzaron en las regiones norteñas
de Lambayaque, Moche o Pachacamac
como centros de culturas matrices. Éstas
marcaron sucesivamente las fases de un
proceso de integración cultural panan-
dina de un mosaico de pueblos que, no
obstante, se disputaron entre sí el con-
trol de la tierra y la hegemonía de sus
dioses, sus héroes y sus líderes sobre los
de sus vecinos y oponentes.
En la memoria de unas gentes que no
alcanzaron a desarrollar la escritura, se
confundían las hazañas de los dioses y
de los hombres que fueron forjando su
historia. La tradición oral ha pervivido en
relatos que hablan de enfrentamientos de
pueblos que se dirimían en combates o
añagazas de sus dioses huacas. El mito
tiñó de un aura legendaria la historia de
los incas, uno de los muchos pueblos que
ocuparon el espacio central de la cordi-
llera en el valle del Cuzco, en abierta
competencia con los que los habían pre-
cedido. Los incas lograron imponerse co-
mo dominadores del extenso Tahuantin-
suyu, “el Imperio de los cuatro rumbos
del mundo”, cuyo centro establecieron
en un punto que la investigación histó-
rica y arqueológica todavía no ha con-
seguido establecer con precisión. Aun-
que el mito sí es rico en referencias a un
origen y una procedencia señaladas por
los designios de su divinidad protecto-
ra: el padre Sol. A partir de relatos que
ofrecen versiones diferentes, y que fue-
ron recogidos en los textos de los cro-
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
La corona imperial
La Mascapaicha era el emblema del po-
der absoluto del Sapay Inca. En con-
traste con los suntuosos adornos y joyas de
su vestimenta y del lujo de los ajuares pa-
laciegos, el símbolo de la realeza era de una
sobriedad y sencillez sorprendentes. Con-
sistía en una simple flecadura de finísimos
hilos de color carmesí que, sujetos por unos
pequeños canutillos de oro a una diade-
ma formada por un cordón trenzado con
hilos de la misma calidad, pero multico-
lores, cubrían la frente de sien a sien.
Su fuerza y su prestigio se asentaban en
su simbolismo: su forma sobre la frente re-
cordaba la de un hacha ensangrentada, gue-
rrera y ceremonial. Su significado y su va-
lor se mantuvieron para las elites indíge-
nas después de la conquista, al ser incor-
porada como motivo heráldico a los escu-
dos de armas concedidos por la Corona es-
pañola a los descendientes de la nobleza
cuzqueña.
La magia de la “borla imperial” man-
tuvo su fascinación en los antiguos súb-
ditos del Tahuantinsuyu y figuraba como
elemento imprescindible en la indumen-
taria de gala que lucían los nobles de as-
cendencia inca en las grandes ceremonias
de los fastos virreinales, pero con una no-
table modificación: la diadema de lana
trenzada se sustituyó por una de oro ex-
quisitamente labrada.
73
nistas españoles, la memoria
de sus hechos, tamizada,
idealizada y posiblemente
modificada, se registraba a
partir de un sistema mne-
motécnico, el de los famosos
quipus, manejados con
asombrosa precisión por fun-
cionarios estatales, los quipu-
camayocs, encargados de con-
servar y transmitir la tradición oral.
La fuerza del mito como inter-
pretación de la realidad estaba tan
arraigada en la mentalidad de las cultu-
ras que sometieron, que la versión de los
Quipu UR 6, hallado en una tumbavencedores fue no sólo conocida, sino
provincial, de hacia 1470-1532, quereconocida por los pueblos sojuzgados.
probablemente se utilizaba como calendario.
Todos los pueblos de los Andes re-
cordaban que el grupo étnico inca al-
canzó su preeminencia sobre ellos a par-
tir de su asentamiento en el Cuzco, el
centro desde el cual organizaron un Es-
tado poderoso. Pero, en las versiones di-
ferentes de esos hechos, se advierte la
insistencia en poner de manifiesto su ori-
gen foráneo y en que los incas no ocu-
paron un espacio vacío, sino poblado
por gentes que los precedieron en la
fundación de la ciudad sagrada, que an-
tes se llamaba Acamama.
La tradición oral no permite estable-
cer una cronología exacta de los hechos.
Pero aún contando con la inseguridad
en las fechas y en los hechos concretos
de cada uno de sus soberanos, es posi-
ble establecer el proceso de formación
y desarrollo del Tahuantinsuyu, que des-
de un nivel embrionario de pequeño se-
ñorío regional de carácter agrario llegó
a constituir uno de los más poderosos
imperios del mundo. Un Estado basa-
do en el principio de poder absoluto y
teñido de rasgos teocráticos
–estaba gobernado por los hi-
jos del Sol–, pero que no te-
nía sólo este carácter.
La versión historiada del
mito se refleja en relatos que
nos ofrecen dos corrientes
que algunos cronistas se es-
forzaron por unificar. Una de
ellas sitúa el origen del grupo in-
vasor en Pacaractambo, veinticin-
co kilómetros al sur de Cuzco, en la
margen derecha del río Apurimac. Es
el mito de los Ayar, que hace salir de
una cueva a un grupo de tres/cuatro pa-
rejas de hermanos, uno de los cuales es
Manco Capac, con sus respectivas her-
manas/esposas. De todos ellos, sólo es-
te último consiguió llegar a la pequeña
ciudad, de la que tomó posesión y en la
que instauró con su hermana esposa y
sus otros hermanos la dinastía de los
Urincuzcos, denominación derivada de
su asentamiento en la parte baja de la
ciudad, alrededor de un templo levan-
tado en honor del padre Sol: el Cori-
cancha o recinto de oro.
El cronista Garcilaso de la Vega, el in-
ca mestizo, sin omitir esta versión, di-
fundió en el texto de sus Comentarios
Reales de los Incas otra más hermosa y
poética de esa llegada legendaria de sus
antepasados maternos a la ciudad que
convertirían en capital del imperio.
En ella se narra cómo Manco Capac y
Mama-Ocllo, hermanos y esposos, crea-
dos por el Sol en una isla del lago Titi-
caca, fueron enviados por su padre en
busca una tierra donde asentarse, con
el mandato de enseñar a los hombres
que encontraran en su camino, sumidos
todos en un estadio de barbarie primi-
tiva, los principios de una gente civili-
zada. El lugar propicio sería aquel en
que lograran hundir en la tierra una ba-
rra de oro que les entregó. Caminando
hacia el Norte, y después de una es-
tancia en Pacarectambo, llegaron al va-
lle del Cuzco. Allí, Manco “procuró hin-
car en tierra la barra de oro, la cual con
mucha facilidad se les hundió al primer
golpe que dieron con ella, que no la
vieron más. Entonces dijo nuestro Inca
a su hermana y mujer: En este valle
manda nuestro padre el Sol que pare-
mos y hagamos nuestro asiento y mo-
rada por cumplir su voluntad”.
La leyenda permite establecer que los
incas se asentaron en este lugar en con-
Las dos dinastías de los Incas
Las crónicas del Perú mencionan dos dinastías de gobernantes Incas, la Urin y la Ha-
nan. Se cree que la forma del gobierno del Estado fue la de una duarquía, en la que
terminó imponiéndose el linaje de Hanan sobre el de Urin.
URIN HANAN
Gobernantes efectivos de Urin
Gobernantes efectivos de Hanan
Desplazados por los Hanan
Impuestos por los Hanan
Sinchi Roca
Lloque Yupanqui
Mayta Capac
Cápac Yupanqui
Tarco Huaman I
Tarco Huaman II
Juan Tambo Mayta
Manco Capac
Fundador mítico
Inca Urco
Amaro Tupac
Yamque Yupanqui
Huayna Capac
Huascar
Yahuar Huacac
Viracocha Inca
Pachacuti Inca
Yupanqui
Tupac Inca I
Tupac Inca II
Atahualpa
No proclamado
Inca Roca
74
SEÑORES DE LOS ANDES
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
vivencia con los grupos étnicos origina-
rios del valle –Sañu, Ayarmaca y Alca-
viza–, con los que establecieron pactos
y alianzas hasta ver reconocido su lide-
razgo, no antes del siglo XIV.
Con ayuda del Sol
Vino después el sometimiento de los ve-
cinos más próximos, el belicoso pueblo
de los Chancas, que dominaban la re-
gión de Ayacucho, controlando a una se-
rie de pequeños grupos tribales. Su vic-
toria sobre ellos, que en el mito se de-
be a la ayuda que el Sol brindó al gran
Inca Pachacutec, abrió el camino a la ex-
pansión imparable que culminó en las
campañas militares de Huayna Capac, el
gran estratega que fue el penúltimo de
los señores del Cuzco. Muerto hacia
1530, Huayna Capac fue un personaje
histórico también magnificado por la le-
yenda popular.
En la verdadera historia de los Incas,
desde su fundador mítico hasta el de-
rrumbe de su imperio en 1532, puede
establecerse que hubo dos líneas de go-
bernantes –que los cronistas españoles
mencionan como dinastías– que inte-
graron en dos grandes linajes a la no-
bleza cuzqueña, el grupo de elite inca
dominador de todos los pueblos de los
Andes, y a los que se adscribieron sus
soberanos, los Sapay Inca reinantes. Es-
tos linajes fueron los Urincuzcos y los
Hanancuzcos, a cuyos descendientes lle-
garon a conocer e identificar los con-
quistadores españoles. Las informacio-
nes que proporcionaron a la nueva ad-
ministración colonial permitieron a los
Atahualpa en presencia de Pizarro, en un grabado de América, de Teodoro de Bry. Los
españoles fueron a Perú soñando con repetir la gesta de Hernán Cortés en México.
convertidos en vasallos de la Corona de
Castilla. Los datos recabados por los
nuevos funcionarios facilitan la recons-
trucción del modo de vida de las socie-
dades mejor que las gestas de sus jefes.
Un mundo dual
Durante todo el tiempo del virreinato
esos funcionarios conocieron bien las es-
tructuras territoriales de los Andes Cen-
trales, divididos en dos mitades, la Urin
o de abajo, y la Hanan, o de arriba, res-
pondiendo a una concepción dual del
La guerra civil entre Huáscar y su
hermano Atau Huallpa, allanó a Pizarro
el camino para la conquista del Perú
españoles elaborar su plan de gobierno,
al aprovechar en su beneficio las insti-
tuciones con que los Incas gobernaban
con eficacia a la numerosa población in-
dígena bajo su control.
La organización familiar, social y eco-
nómica pervivió en el seno de las co-
munidades constituidas sobre la base de
los antiguos ayllus, tras la desaparición
de los antiguos soberanos. Los elemen-
tos fundamentales fueron hábilmente
aprovechados para instalar con mayor
provecho el régimen laboral que se im-
puso a los súbditos del Tahuantinsuyu
cosmos que presidía también las estruc-
turas mentales, la organización social y
el ejercicio del poder en todas las co-
munidades. La tradición oral de los In-
cas, que no se esforzaron por conservar
la memoria de los pueblos que domina-
ron, recogía los nombres de los seño-
res étnicos de estos grupos, mencionán-
dolos siempre como parejas de gober-
nantes, tanto si se trata de los Chancas
míticos como de pueblos de comproba-
da historicidad, y no es lógico pensar
que en la organización de sus propias re-
laciones como grupo, o en la organiza-
ción del Tahuantinsuyu, fueran ajenos
a un principio panandino de tan arrai-
gada tradición y larga persistencia. Co-
bra sentido así la mención a las dos di-
nastías Urin y Hanan que insistentemente
se citan en todas las fuentes escritas; pe-
ro un riguroso análisis de todas ellas nos
permite interpretar que no se sucedieron
en el tiempo, sino que gobernaron con-
juntamente compartiendo diferentes fun-
ciones y competencias del poder políti-
co del Cuzco como centro del Estado.
La usurpación de los Urin por los Ha-
nan, a partir del tercero de sus respec-
tivos gobernantes, y consagrada por el
cuarto de los de Hanan, Pachacutec –el
que abrió paso a la expansión territorial
tras su triunfo sobre los Chancas que ha-
bían llegado en sus incursiones a poner
cerco a la ciudad del Cuzco–, generó du-
ros enfrentamientos entre ambos linajes.
Sus disensiones culminaron cuando, a la
muerte de Hayna Capac, uno de sus hi-
jos, Huascar, intentó restablecer las fun-
ciones de la dinastía Urin, frente a las
pretensiones de su hermano Atau Huall-
pa, que alentaba la ambición de ser el
único señor del imperio. La devastado-
ra guerra civil que asoló las tierras del
viejo Tahuantinsuyu y diezmó las po-
blaciones de muchos grupos étnicos
allanó a Francisco Pizarro el camino pa-
ra la conquista del Perú. ■
75
Fuerte e influyente
LA MUJER
En el Tahuantinsuyu, la mujer estuvo asociada a la agricultura y a la
preparación de alimentos rituales, tareas de vital importancia en el
equilibrio social. Pero también era fuente de poder político y, a veces,
decisiva para la sucesión del inca, señala Francisco Hernández Astete
Una atenta observación de los
mitos y rituales incaicos que
recogieron los cronistas de
los siglos XVI y XVII mues-
tra claramente la estrecha relación que
existió entre las diosas andinas y la agri-
cultura y producción de alimentos, pues
a diferencia de los dioses, siempre vin-
culados a fenómenos naturales, como el
rayo (Tunupa e Illapa) o los movimien-
tos sísmicos (Pachacámac), las diosas an-
dinas estuvieron asociadas con el origen
y equilibrio de las subsistencias necesa-
rias para la manutención humana. Éste
es el caso de deidades como Pachama-
ma, vinculada con la tierra; Mama Qui-
lla, vinculada con la luna; Mama Cocha,
relacionada con el mar; Urpay Huachac,
que estuvo asociada a los peces, aves
marinas y pescadores, y Mama Raigua-
na, a quien se le vinculó con el reparto
de plantas útiles a los hombres, así co-
mo también es el caso de las conopas,
objetos sagrados que personificaban a
las plantas, como las llamadas Mamas
del maíz, papas, coca, etc. Sin embargo,
aunque es clara esta suerte de definición
de funciones, no debemos olvidar que
el Sol, divinidad típicamente masculina,
estaba también asociado con el éxito
agrícola, por lo que el vínculo de la di-
vinidad con la agricultura no es una ex-
clusividad femenina.
Paralelamente, en la tradición oral an-
FRANCISCO HERNÁNDEZ ASTETE
Pontificia Universidad Católica del Perú.
Escena de recolección en Perú. A los
españoles les asombró la fuerza de la mujer
india. Ilustración de Huamán Poma de Ayala.
dina, la mujer aparece relacionada con
una función similar a la que se atribu-
ye a las diosas, pues tanto la siembra co-
mo la transformación de los productos
agrícolas en alimentos para el consumo,
así como su transformación en produc-
tos rituales, básicamente la preparación
de chicha y zancu –una suerte de pan
de maíz– destinados al consumo en las
grandes festividades cuzqueñas, fueron
tareas típicamente femeninas. De esta
manera, existe claramente un vínculo
entre las funciones de la mujer incaica
con las que se atribuía a las diosas an-
dinas, las mismas que validan simbóli-
camente esta división de tareas.
Sin embargo, aun cuando es posible
percibir esta distinción, en la vida coti-
diana, hombres y mujeres podían inter-
cambiar sus funciones, aunque en los ri-
tuales, las funciones de hombres y mu-
jeres quedaban claramente establecidas,
ya que, por ejemplo, aun cuando exis-
ten evidencias de las habilidades mas-
culinas para el tejido, las prendas que se
utilizaban en los rituales eran encargadas
exclusivamente a las acllas, de la mis-
ma forma que la preparación y reparto
del resto de objetos y alimentos que eran
necesarios para las celebraciones.
Resulta importante señalar que en la
sociedad inca no existió ningún tipo de
paradigma cultural que mostrara una cla-
ra debilidad de las mujeres con respec-
to de los varones, pues éstas realizaban
todo tipo de tareas, incluso pesadas, que
fueron destacadas siempre por los testi-
gos españoles de la sociedad andina en
el siglo XVI, que muchas veces obser-
vaban sorprendidos las capacidades fí-
sicas de la mujer andina.
Por otra parte, las notables alusiones
a la pareja, tanto en el comportamiento
de las divinidades como en el desarro-
llo de los ciclos míticos incaicos, mues-
tran que en el mundo sagrado incaico
existía una perfecta complementariedad
entre lo masculino y lo femenino. Por
ello, en los textos que recogen la tra-
dición andina prehispánica, se puede
observar la existencia de parejas divi-
nas, y se encuentra en la mayoría de los
casos una contraparte femenina para
76
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
Retrato de Coya con paisaje. Este lienzo anónimo peruano del siglo XVIII refleja la visión
colonial sobre las antiguas consortes del inca, que le ayudaban a fijar su sistema de alianzas.
cada divinidad con atributos masculi-
nos, como en el caso de Inti (Sol) y Ma-
ma Quilla (Luna), identificados como
una pareja celeste.
La pareja vital
La complementariedad entre hombres y
mujeres fue siempre importante en el
Tahuantinsuyu. Por eso, tanto en el uni-
verso simbólico incaico como en la vi-
da social y política, la pareja fue siem-
pre un elemento vital. El matrimonio
marcaba el inicio de la vida adulta pa-
ra la pareja andina y, por ende, el de
sus obligaciones para con el grupo ét-
nico y con el Estado. En este sentido, la
novia, durante la celebración del matri-
monio, era considerada un ser sagrado,
ya que, una vez casada, cumplía las fun-
ciones de reproducción y protección de
los hijos, asegurando la estabilidad de
parentesco del grupo al garantizar su
crecimiento y, por tanto, su riqueza.
Por otra parte, existió entre los incas
un “matrimonio normal”, realizado para
constituir una pareja medianamente es-
table, procrear y compartir la residencia,
y un “matrimonio ritual”, realizado úni-
camente con el propósito de ampliar el
sistema de parentesco y en el que los in-
volucrados no constituían una pareja es-
table ni se esperaba que compartieran
el lugar de residencia. De este modo,
por ejemplo, el inca y el curaca, o señor
local, “intercambiaban” mujeres al tiem-
po que establecían provechosas alian-
zas entre sus pueblos. Ésta fue una de
las maneras que tenía el inca para in-
crementar su poder, pues cuando no fue
por guerra, fue a través de este inter-
cambio como se fue delineando la su-
premacía del Cuzco en los Andes.
Asimismo, las mujeres eran entrega-
das por el inca como un don a los cu-
racas, con el fin de actualizar las alian-
zas existentes en una suerte de repar-
to de las mismas, pues parte del pres-
tigio de la autoridad andina se basaba
en su posibilidad de entregar mujeres a
manera de respaldo de las alianzas que
celebraba y, de hecho, fue la manera
más tangible de mantenerlas. De acuer-
do con la información que nos propor-
cionan las crónicas andinas, las mujeres
que el inca entregaba a los jefes étnicos
eran tomadas de los acllahuasis cuz-
queños, a través de un sistema de re-
clutamiento y reparto de mujeres des-
tinado a cubrir esta práctica que, de al-
77
guna forma, contribuía al equilibrio in-
caico. A diferencia de lo que podría pen-
sarse, las mujeres repartidas, así como
las intercambiadas, tuvieron una posi-
ción social importante tanto en el Cuz-
co como en los grupos étnicos, pues
constituían la garantía de las alianzas
realizadas y de algún modo reforzaban
el poder de las autoridades.
De ese modo, el inca, el más impor-
tante y poderoso señor andino en la
época del Tahuantinsuyu, se casaba con
una mujer de cada grupo étnico, nor-
malmente las hijas o hermanas de los
curacas, al tiempo que dejaba como es-
posa del curaca a una mujer cuzqueña,
quedando así establecidas las relacio-
nes de parentesco entre ellos. Ésta fue
la herramienta que reforzó el poder y
la riqueza del inca, debido a que tener
una extensa parentela era garantía de
riqueza y poder y fue precisamente el
inca quien acumuló este tipo de ma-
trimonios.
El poder de la mujer
Si bien no es posible afirmar una pre-
ponderancia femenina en el ejercicio del
poder incaico, es claro que existió un
equilibrio entre el poder masculino y el
femenino. Existen evidencias que per-
miten plantear la fuerte influencia fe-
menina en el ejercicio del poder. Así, en
el tema político, es visible la fuerte in-
fluencia de la mujer en el proceso su-
cesorio incaico, debido al tremendo im-
pacto que tenían las madres y esposas
de los candidatos a incas, al punto que
podían cambiar la posición de los can-
Las acllas
Las acllas, denominadas también mama-
conas, eran las mujeres reclutadas por
el Estado, cuyas funciones estaban relacio-
nadas con los rituales y ofrendas a favor de
los principales dioses. Se sabe que las acllas
estuvieron separadas de sus grupos de pa-
rentesco y que vivían juntas en los acllahuasi,
donde fabricaban, por ejemplo, los tejidos
de cumbi y preparaban chicha y pan de maíz,
productos relacionados con los rituales, prin-
cipalmente solares, aunque muchas veces el
inca repartía estos valiosos tejidos entre los
curacas cuando celebraba algún tipo de alian-
za o cuando reclutaba mano de obra a través
de las mitas. La función exacta de las acllas
dentro de la organización social o política
incaica se desconoce, ya que muchas veces
un mismo cronista afirma, por un lado, que
las acllas eran mujeres que pertenecían al in-
ca y que éste disponía libremente de ellas
para entregárselas a los curacas; paralela-
mente, se afirma que eran una suerte de vír-
genes del sol destinadas exclusivamente al
culto solar. Obviamente, estas imágenes es-
tán asociadas con las distintas experiencias
europeas sobre grupos de mujeres debido a
que las entendieron simultáneamente como
las vestales romanas, las monjas cristianas
y las mujeres que vivían en los serallos mu-
sulmanes.
Toilette de la oncena coya, según Huamán
Poma de Ayala. La esposa del inca era
sagrada y estaba vinculada con la luna.
didatos. Para convertirse en inca, no so-
lo era necesario pertenecer a la elite y
mostrar habilidades para gobernar, sino
que era importante descender de una
madre poderosa y, sobre todo, conse-
guir una esposa cuyo poder, a través de
su familia, permitiera desplazar a los
otros candidatos. Ésta es probablemen-
te la razón por la que Iñaca Panaca, la
familia de los descendientes de Pacha-
cútec, era la principal proveedora de es-
posas de incas en los años posteriores
a su gobierno, no por la belleza de sus
mujeres, sino por la ventaja que daba al
futuro soberano la alianza matrimonial
con tan importante grupo, debido al
prestigio del fundador. Asimismo, es
también clara la relación de las mujeres
con el ejercicio de la reciprocidad y la
redistribución y con la ampliación del
parentesco, es decir, con la celebración
de los rituales que permiten el funcio-
namiento del poder.
Las habilidades de la coya
La presencia del ámbito femenino den-
tro del ejercicio del poder se dio siem-
pre en pareja con las actividades rela-
cionadas con lo masculino, ya que am-
bos actuaban como elementos opuestos
a la vez que complementarios entre sí.
Así, la coya, la mujer principal del in-
ca, se elegía por su habilidad en el ejer-
cicio de la redistribución, visiblemente
expresada en la organización de la pro-
ducción y reparto de objetos valiosos en
los rituales y en la celebración de ban-
quetes con miras a mantener el equili-
brio social en el Tahuantinsuyu, pues
una parte importante del equilibrio in-
caico estaba asociada con el sosteni-
miento de las alianzas con los grupos ét-
nicos, dado que éstas garantizaban tan-
to mano de obra para el Cuzco como
ejércitos para mantener y ampliar la do-
minación cuzqueña.
La coya, tradicionalmente entendida
como una reina europea, era conside-
rada, como el inca, un ser sagrado y así
como el inca era vinculado con el sol, la
coya estaba asociada con la luna y, de
la misma manera que en el Coricancha,
el templo cuzqueño destinado al sol, se
guardaban las momias de los incas, en
un recinto del mismo edificio dedicado
a la Luna, estaban guardados los cuer-
pos de las coyas.
En ese sentido, el inca y la coya ac-
tuaban como seres opuestos y comple-
mentarios entre sí y constituían la pa-
reja primordial del Tahuantinsuyu, si-
tuación que se entiende desde el mis-
mo hecho de que el inca no podría ser
soltero y que se casaba con la coya el
mismo día en que se convertía en el go-
bernante incaico. Además, de la mis-
ma manera que existía un ejercicio dual
en el poder incaico a través del gobier-
no de dos incas cada vez, uno de Ha-
nan Cuzco y otro de Urin Cuzco, exis-
ten evidencias razonables para pensar
en que la idea de dualidad funcionaba
también para las coyas, por lo que exis-
tían simultáneamente dos de ellas (ha-
nan y urin) en el Tahuantinsuyu, en tan-
to eran las esposas del inca Hanan y el
inca Urin, respectivamente. ■
78
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
MOMIAS
Equipaje para la eternidad
La momia inca “Juanita”, también llamada la Dama de Ampato, expuesta en el Museo de la Nación de Lima.
Al igual que los egipcios, los habitantes de los desiertos andinos
descubrieron, gracias al clima, cómo conservar a sus muertos. ALICIA
ALONSO describe los elaborados rituales funerarios de los incas y explica
los cuidados diarios que recibían las momias de los emperadores
La recuperación de ritos y creen-
cias de los pueblos nativos ame-
ricanos comienza prácticamente
a la vez que los relatos de ba-
tallas y conquistas que tanto militares co-
mo religiosos enviaban a la metrópoli ya
desde la primera mitad del siglo XVI.
La amplitud y diversidad del territo-
rio andino, con más de 8.500 kilómetros
de cordillera flanqueada por el Pacífico
ALICIA ALONSO SAGASETA es profesora titular
de Historia de América, UCM.
y la cuenca amazónica, enseguida puso
de manifiesto la variedad y diversidad de
este nuevo continente, donde el mun-
do de las creencias estaba íntimamente
ligado a la naturaleza y así el Sol (Inti),
junto con la luna, el rayo o las pléyades,
aparecen deificados y convertidos en las
grandes presencias celestes, protagonis-
tas de mitos y leyendas. La tierra fértil, la
Pachamama, el mar, o las montañas –los
Apus y Achachilas del mundo andino–,
aparecen dando estabilidad al mundo
presente, al mundo del hombre.
En todo este entramado de equilibrios
sobrenaturales, el hombre representó un
papel fundamental y así los ayllus o cla-
nes andinos, se organizaron como célu-
las sociales de ayuda mutua, caracteri-
zadas por el principio de reciprocidad.
Pero la vida en los Andes no era fácil y
esa cohesión de los grupos, esa “ayuda
mutua en vida”, quizás fue la causa de
que no se olvidara a los hombres des-
pués de la muerte. La creencia, en el más
allá, en un mundo donde los muertos lle-
vaban una existencia muy semejante a la
79
de los vivos, es una de las ideas más
consolidadas en el mundo andino.
Algunos de los últimos hallazgos ar-
queológicos, como los de la Laguna del
Cóndor (Chachapoyas), los Señores de
Sipán y de Sicán (costa norte del Perú)
y el cementerio de Puruchuco (Lima),
confirman las diferencias entre los dis-
tintos sistemas de enterramientos que,
en muchos casos, y dada la compleji-
dad del ritual, llevan a pensar en prác-
ticas llevadas a cabo por especialistas.
Algarabía de vivos y muertos
A la llegada de los conquistadores al
Cuzco, las crónicas de la época cuentan
cómo la algarabía entre vivos y muertos
era tal en plaza y calles, que no se di-
ferenciaba a los unos de los otros, con-
firmándonos de este modo que la vi-
gencia del culto a los antepasados,
que se remontaba a períodos muy
remotos, estaba todavía plenamente en
vigor du-rante el gobierno de los
últimos incas.
¿Cuándo surgen estos rituales de
en-terramiento? Los primeros grupos
ca-zadores, alrededor de 10.000
a.C., se trasladaban de un lugar a
otro por el altiplano o la costa como
bandas tras los rebaños de llamas,
alpacas o ve-nados, y los restos
humanos encontra-dos se
correspondían con el abandono de
los cuerpos allí donde morían o
donde eran arrastrados por las alima-
ñas. Sin embargo, a partir de 4.000
a.C., los cuerpos presentan alguna
manipu-lación, al ser flexionados o
recostados antes del rigor mortis, lo
que lleva a
Fardo funerario de la región de Nazca, revestido de una túnica y dotado de una “falsa cabeza”,
perteneciente a la cultura huari (Lima, Museo de Arte).
pensar en una clara intencionalidad fu-
neraria. A su muerte, el hombre andi-
no ya no es abandonado.
Hacia 2000 a.C., la organización de
los grupos cazadores camina hacia la se-
dentarización, lo que implicó la cons-
trucción de poblados donde los entie-
rros se efectuaban en el suelo de las vi-
viendas. Buen ejemplo de ello podría
ser Huaca Prieta, en la costa norte de
Perú, una aldea de pescadores donde
se depositaban los cuerpos en peque-
ñas oquedades o agujeros en el interior
de las casas.
Sin embargo, uno de los descubri-
mientos más importantes para el estudio
del rito funerario lo constituyen los en-
tierros de la cultura Paracas. Localizada
en la costa sur del Perú entre 2500 a.C.
y 500 d.C., hemos podido conocer sus
costumbres gracias a su peculiar forma
de enterramiento. La vida en el desierto,
aprovechando los oasis y ríos que des-
cienden desde las altas cumbres hasta el
océano, afectó a los ritos funerarios, ya
que el entorno proporcionaba un siste-
ma de deshidratación o momificación na-
tural de los cuerpos que, una vez pro-
tegidos y tratados adecuadamente, po-
dían resistir el paso de los siglos.
Los paraqueños enterraban colectiva-
mente a los suyos. Hombres, mujeres
y niños eran flexionados hasta lograr
una posición fetal, en que la cabeza lle-
gaba a tocar las rodillas. En esta pos-
tura, el individuo era colocado sobre
una pequeña cestilla y envuelto en dis-
tintas piezas de tela, según su categoría
social, consiguiendo poco a poco una
forma de “higo o fardo funerario”, que
se ataba en el exterior para consolidar
el envoltorio.
Las piezas de tejido podían variar su
calidad; algunas eran de algodón natu-
ral y confección simple a modo de re-
des y lienzos; otras de piel de camélido,
y las terceras y más refinadas, las de los
inmejorables mantos de algodón de las
elites paracas. Teñidos de mil colores,
confeccionados con las técnicas más so-
fisticadas de telar y cargados de innu-
merables motivos decorativos, como pá-
jaros, guerreros, dioses, han supuesto
para la historia del Arte uno de los me-
jores documentos para el conocimien-
to de esta cultura. Por si fuera poco, la
introducción de distintos objetos dentro
y fuera del fardo, tanto de uso perso-
nal –collares, pulseras, cajas de costura–
80
MOMIAS, EQUIPAJE PARA LA ETERNIDAD
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
El arqueólogo peruano Guillermo Cock, entre un grupo de momias de la recién descubierta necrópolis de Puruchuco-Huaquerones.
como ofrendas de comida, cerámicas,
conchas de spondylus princeps, instru-
mentos de música, etcétera, dan idea cla-
ra de la complejidad del ritual.
A pesar de que la colocación de los
fardos se hacía en una gran fosa o es-
pacio funerario común, el estatus social
de los individuos quedaba diferencia-
do tanto por el número y calidad de las
capas de tejido del envoltorio, como por
las piezas de ajuar y ofrendas que le
acompañaban. Los metales, general-
mente aleaciones de oro y cobre, que
componían sugestivas diademas, nari-
gueras y adornos personales, indiscuti-
blemente asociadas a las clases más al-
tas de la sociedad.
Los cuerpos deshidratados permane-
cieron en el interior, protegidos por las
numerosas capas de algodón que los ais-
laban y las condiciones idóneas que
brindaba la arena del desierto. Así se
convirtieron poco a poco en las cono-
cidas momias peruanas.
Fardos personalizados
Los descendientes de la cultura de pa-
racas, los nazca, entre 500 a.C. y 500
d.C., proporcionaron a los fardos y a las
momias una identidad definida, lo que
en la actualidad entenderíamos como
una “personalización”, conseguida por
la introducción de las “máscaras fune-
rarias”, que ya no dejaron de utilizarse
hasta la época incaica.
La máscara se colocaba en la parte su-
perior del fardo funerario, en lo que co-
nocemos como “cabezas falsas”, rellenas
de algodón, ya que no coincidían en ab-
soluto con la del individuo introducido
ción entre el contenido del fardo y su
nueva apariencia fue tanta que, en nu-
merosas ocasiones, los ropajes exterio-
res de hombre o mujer no coincidían
con el sexo del cuerpo momificado en
su interior.
La costumbre de ataviar a los fardos
se extiende hasta la época incaica y
cuando los documentos de la época nos
hablaban de momias, no se se referían
sólo a los cuerpos, sino también a los
Los nazca añadían al fardo funerario una
“falsa cabeza” rellena de algodón, sin
relación con la momia en el interior
en el fardo que se encontraba en su in-
terior. Confeccionadas en todo tipo de
materiales, madera, metal y tejido, la ma-
yoría de ellas representa facciones hu-
manas, aunque nunca reprodujeron el
rostro del hombre al que pertenecían.
Los fardos fueron también para esta
época ataviados o vestidos con prendas
correspondientes a ambos sexos, que
junto a sus máscaras y cabezas falsas les
daban un nuevo aspecto exterior a mo-
do de figura humana. Pero la disocia-
vestidos, engalanados con sus adornos.
Así, algunas de las momias pasaron a
ser objeto de adoración, huaca, a las que
se les pedía consejo, se paseaban por los
campos para propiciar las buenas cose-
chas o se les solicitaba protección.
No todas tuvieron este estatus, ya que
no todos los habitantes de los Andes po-
dían ser momificados de igual modo. La
momificación como tal fue uno de los
privilegios de elite de que gozaron
los señores étnicos y, dependiendo de
81
Un arqueólogo mostrando el rostro de una de las momias incas pertenecientes al grupo que fue
recuperado en Puruchuco, Lima, en 2002 (Cordon Press).
su comportamiento en vida, el prestigio
de su momia alcanzaba mayor o menor
importancia y se prolongaba la duración
y pomposidad de sus funerales.
La muerte y el más allá no parecen te-
ner en los Andes el mismo sentido dra-
mático que en otras culturas y, si bien
todo el ritual funerario está cargado de
sentimientos de pena, luto y recordato-
rio del muerto, la idea de premio o cas-
tigo para las almas parece proceder de
la evangelización católica. Las almas no
esperan un juicio final que determine su
lugar en el otro mundo, sino que pueden
vagar de un lugar a otro libremente. El
Arte de distintas culturas andinas, como
moche, wari y chimú, representa esce-
nas de ultratumba en las que la mayoría
de las veces, los esqueletos bailan, ta-
ñen instrumentos, ríen y se divierten tal
y como lo hacían en vida. Lo que sí
preocupaba era la idea de una buena
muerte, recogida por los cronistas y por
la tradición oral actual.
Cuando la muerte era por accidente,
por un rayo, de parto, ahogamiento, et-
cétera, el alma vagaba por la tierra mo-
lestando a los vivos, lo mismo que su-
cedía cuando sentía frío o hambre por
descuido de sus parientes. Para reme-
diarlo, había que suministrarle ropa y ali-
mento, a fin de evitar que se transfor-
mara en un ánima en pena o un espec-
tro molesto, causando daños, enferme-
dades e incluso la muerte. Los mitos ac-
tuales todavía recogen recuerdos ances-
trales sobre la fragilidad del ánima, y có-
mo puede ser robada por los seres que
habitan en el fondo de los lagos y las la-
gunas cercanas, donde se alimentan de
ellas. De igual modo, los niños pueden
perder parcialmente el ánima con el mal
del susto, para lo que son necesarias la
presencia y ayuda de un curandero.
Volviendo a los hallazgos arqueoló-
gicos, entre los últimos acontecimientos
relacionados con el mundo funerario
que más han llamado la atención estos
últimos años, encontramos los localiza-
dos en la costa norte peruana, junto a la
ciudad de Trujillo, donde el descubri-
miento de algunas tumbas, sin saquear,
de los señoríos mochica permite re-
construir los magníficos funerales con
todo tipo de detalles.
Muertos muy acomodados
Lugares como Sipán, Sicán, Pacatnamu,
El Brujo y San José del Moro nos van
desvelando desde 600 d.C. la compleji-
dad de esta cultura, sus desarrollos re-
gionales y la increíble forma de preparar
a sus líderes para el más allá. En grandes
cámaras sepulcrales se introducía un gran
ataúd, con el cuerpo extendido del gran
señor, junto al que se disponían sus em-
blemas de poder: armas, pectorales, to-
cados, cetros, collares y orejeras. No fal-
taban su máscara funeraria y un gran nú-
mero de objetos de gran belleza, reali-
zados en su mayoría en aleaciones de
oro y plata con cobre, que confirman a
los moche como los grandes guerreros
del norte peruano; junto al ataúd prin-
cipal, encontramos la presencia de dis-
tintos cuerpos colocados ritualmente de
forma ordenada, que posiblemente per-
tenecían a criados, hombres y mujeres
que, en la mayoría de los casos, fueron
sacrificados para continuar sirviéndole
después de la muerte.
Este rito de cosepultamiento, conoci-
do como “necropompa”, donde la muer-
te del gobernante condiciona la de al-
gunos de sus servidores, aparece única-
mente vinculado a los grandes señores,
pero no al resto de los habitantes de la
zona. En el caso del Señor de Sipán, lla-
ma extrañamente la atención el acom-
82
MOMIAS, EQUIPAJE PARA LA ETERNIDAD
Cortejo fúnebre de la cultura chimú, en madera, madreperla y textiles, que muestra a unos
porteadores cargando con el fardo funerario que contiene la momia (hacia 900-1470).
pañamiento de un perro junto al ataúd
del noble, con el mismo trato que si de
un servidor se tratase. ¿Podría tener re-
lación este hecho con los comentarios
del padre Arriaga para la época de la
conquista, cuando refiere que los muer-
tos tenían que atravesar un puente acom-
pañados por perros negros, criados pa-
ra ese fin? Posiblemente, se tratara de esa
misma costumbre retomada en tiempos
incas de los pueblos de la costa, y su pre-
sencia fue asociada con la hechicería, por
lo que muchos de ellos se exterminaron
en el proceso de “extirpación de idola-
trías” en tierras peruanas.
Sangrientos rituales fúnebres
En el siglo XIV, los incas aparecen ya
como la gran fuerza que dominó los
Andes desde Ecuador hasta Chile, Bo-
livia y el noroeste argentino. La figura
del inca era irrepetible en la historia de
los territorios andinos, su persona go-
zaba de los privilegios no sólo de ser
el gobernante, sino, además, un ser di-
vino, por lo que el respeto y la adora-
ción a su persona iban unidas de for-
ma indisoluble. Sus rituales funerarios,
que conocemos por las crónicas, eran
fabulosos.
La muerte del inca constituía una con-
moción general no sólo para el gobier-
no sino para todos los habitantes del
Tahuantinsuyu: su dios había muerto. Las
muestras de dolor y luto se hacían pa-
tentes en todos los lugares. Las gentes se
arrancaban y cortaban los cabellos y las
cejas, se cortaban las mejillas hasta ha-
cerlas sangrar, flagelaban sus cuerpos pa-
ra hacer brotar la sangre, de gran signi-
ficado simbólico, y dejaban sus orejas li-
A la muerte del inca, las gentes se
arrancaban el cabello y las cejas, se
rasgaban las mejillas y se autoflagelaban
bres de sus adornos (orejeras), por lo
que los lóbulos les caían hasta los hom-
bros. Los gritos y lloros eran generales y
se expresaban abiertamente. A conti-
nuación, se realizaban plegarias, ofren-
das y sacrificios en todos los oráculos y
huacas (lugares sagrados) del imperio.
Si todas estas muestras de tristeza se ha-
cían cada vez que moría un inca, su du-
ración y el número de sacrificios y ofren-
das dependían directamente del com-
portamiento que hubiera tenido en vida.
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
Las crónicas diferencian perfectamente
los actos dedicados a cada uno de ellos
con sus diferentes tratamientos. La luna
marcaba las fases del ritual que se pro-
longaba por meses y aun por años.
Respecto a los ritos de “necropompa”,
las víctimas podían remontarse a un gran
número, ya que la autoinmolación esta-
ba permitida de forma espontánea al co-
nocerse la muerte del inca. Algunas va-
sijas de cerámica moche representan es-
te tipo de sacrificio.
Los acompañantes incluidos en la tum-
ba eran también un número muy eleva-
do, sabiendo que se les embriagaba y
asfixiaba con polvos de coca. Sin em-
bargo, la coya, la mujer del inca, que
perpetuaba su dinastía, no era introdu-
cida en este séquito de ultratumba, ya
que ella misma, a su muerte, recibía ho-
nores y ofrendas muy semejantes a las
de su marido. No así las mujeres secun-
darias, que sí podían formar parte de los
acompañantes.
Según las informaciones de Polo de
Ondegardo, cuando los españoles en-
contraron las momias de los antiguos in-
cas descubrieron que su aspecto no po-
día ser más radiante. Los cuidados a los
que estas momias estaban sujetas eran
dignos del propio inca en vida y todos
sus parientes se encargaban de que así
fuese para siempre. La momias eran la-
vadas, peinadas y vestidas todos los dí-
as del año, se les aplicaban betunes que
las hidrataban y conservaban, y la co-
mida y la bebida (chicha), nunca les fal-
taban.
Las momias de los incas y de las co-
yas fueron el centro de referencia de
sus respectivos grupos de parentesco;
se les consultaba y se les pedía conse-
jo para las decisiones de gobierno y,
desde sus capillas en el Templo del Sol
(del Cuzco Coricancha), siguieron con-
trolando, como si del propio inca se tra-
tase, los destinos de las gentes del
Tahuantinsuyu. ■
83
Un mundo
bañado en ORO
Del asombroso urbanismo ciclópeo a la exquisita orfebrería que
acompañaba a los nobles a la tumba, el Arte del antiguo Perú produjo
formas sorprendentes. Emma Sánchez Montañés explica las técnicas,
la estética y la exuberancia que deslumbraron a los conquistadores
Quién no ha oído hablar
del rescate del inca Ata-
hualpa a cambio de una
habitación llena de objetos
de oro y plata? ¿Quién no ha visto una
foto o un documental sobre Machu Pic-
chu, la imponente “ciudad perdida” de
los incas? Pero las manifestaciones ar-
tísticas de los antiguos peruanos no se
agotaron con la construcción de in-
mensos muros de piedras perfectamen-
te talladas, entre cuyas junturas no po-
día entrar “ni el filo de un cuchillo”, ni
con joyas maravillosas, enterradas en
magníficas tumbas. También fueron ca-
paces de realizar los más finos y ricos
tejidos de toda la América antigua, de
modelar las cerámicas de formas y de-
coraciones más variadas, sin ayuda de
torno y sin conocer los hornos cerrados,
y de construir gigantescas ciudades y
magníficos templos usando como único
material el barro.
Perú es sorprendente por las fechas
tempranas en las que se manifiestan al-
gunos de sus logros culturales. Uno de
los más llamativos es la aparición de la
arquitectura que, en forma de templos
y ciudades planificadas, se produce ya
en torno a 2500 a.C. Ese sorprendente
desarrollo arquitectónico revela la exis-
tencia de una sociedad centralizada y
EMMA SÁNCHEZ MONTAÑÉS, profesora titular
de América, UCM.
Quero de madera con forma de cabeza de
jaguar con las fauces abiertas. Cultura inca
colonial, hacia 1680-1720.
jerarquizada, capaz de organizar la fuer-
za de trabajo necesaria para realizar
esas obras públicas. Algunos arqueólo-
gos hablan de jefaturas; otros, señalan
incluso la existencia de Estados teo-
cráticos. Es indudable que, en el anti-
guo Perú, la religión aparece como el
factor aglutinante de la sociedad, ya
que el poder de los dioses se encon-
traba unido al poder político y se ma-
nifestaba en templos monumentales y
tumbas imponentes, en las que los
dirigentes deificados se hacían en-
terrar acompañados de un fas-
tuoso ajuar. En él, los tejidos, la
cerámica y las joyas tenían una
importancia de primer orden.
En Perú, a diferencia de Mesoa-
mérica, no existió la escritura y el Ar-
te se convirtió en vehículo de ex-
presión y difusión de un muestrario
de seres sobrenaturales que no sólo
se hacen presentes en forma de escul-
tura y pintura mural asociada a la ar-
quitectura, sino que, completando el
programa iconográfico, utilizan otros so-
portes para expresarse, completarse y
difundirse.
Monumentos a los dioses
Las primeras construcciones de carác-
ter monumental se encuentran en la
costa y parecen ser templos. En la sie-
rra norte, en pleno período formativo,
lugares como Chavín de Huantar apa-
recen como ejemplo de centro de pe-
regrinación y de culto. Los llamados
Templos Viejo y Nuevo de El Castillo,
organizados en galerías que se entre-
cruzan a diferentes niveles, encierran
representaciones de seres sobrenatura-
les imponentes, en los que se entre-
mezclan rasgos de felinos, serpientes,
halcones, caimanes y otras criaturas ani-
males y vegetales diversas. Esos seres
se grabaron sobre monolitos en forma
84
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
Cuchillo sacrificial chimú, con la efigie
del dios Naym-Lap (siglos XIV-XV, Lima,
Museo del Oro).
de lanzón o estela, alrededor de co-
lumnas o sobre dinteles, componiendo
un estilo muy característico, fuerte-
mente convencionalizado y rígida-
mente estructurado.
Si descendemos de nuevo a la costa,
descubriremos que, a lo largo de los si-
glos, el material básico arquitectónico
fue el barro, en forma de ladrillos de
adobe de configuración diversa, de ta-
pial levantado mediante encofrado o de
una especie de mampostería de piedras
y barro. De mampostería recubierta de
barro es la imponente Huaca de Gara-
gay, en la costa central; de adobe, las
imponentes construcciones de la costa
norte, de las que sólo perviven gigan-
tescas moles medio desmoronadas, co-
mo la Huaca del Sol, y también los con-
juntos urbanísticos de la costa central,
como Cajamarquilla o Pachacamac. Pe-
ro el apogeo de la arquitectura del ado-
be podría ser Chan Chan, la capital del
reino del Gran Chimú en la costa nor-
te. Sus enormes muros de tapial llegan
a tener hasta nueve metros de altura y
tres de espesor y se encuentran deco-
rados con gigantescos frisos de motivos
geométricos o animales esquemáticos.
Perfecta geometría
Pero la culminación de la perfecta geo-
metrización del espacio la representa la
arquitectura de los incas. La perfección
de la talla de las piedras de los templos
y palacios de Cuzco, las gigantescas ro-
cas talladas en aparejo poligonal de las
titánicas murallas de Sacsahuamán, o
las ciudadelas de Machu Picchu o de
Ollantaytambo revelan la existencia de
un poder absoluto.
Los textiles tuvieron en Perú una
enorme importancia, ya que las telas te-
nían una función social de gran impor-
tancia. Se regalaban a los altos digna-
tarios, eran uno de los elementos más
destacados en las ofrendas funerarias
e incluso se quemaban como sacrificio
para los dioses.
Las materias primas fundamentales
fueron el algodón y la lana de los ca-
mélidos andinos. Para los vestidos de
la nobleza se usaba la lana de la vicu-
ña, de color trigueño y difícil de ob-
tener, por tratarse de un animal silves-
tre. Las fibras, después de su hilado
manual en un sencillo huso en forma
de una varilla fina y un tope de ma-
dera, podían teñirse con productos
85
Uncu (especie de camisa) de lana de camélido y algodón, tejido entre 1440 y 1532. El vestido
era similar para la nobleza y el pueblo llano, sólo variaba la calidad del tejido (col. particular).
Telares y tejidos
Elemento esencial del tejido es el te-
lar de cintura, todavía en uso entre
las comunidades indígenas andinas. Las
primeras evidencias de un tejido tren-
zado en fibras vegetales se remontan a
5780 a.C., pero el uso del verdadero te-
lar se confirma hacia 2000 a.C. Está com-
puesto por dos palos de longitud varia-
ble, dispuestos en paralelo y a los que
se ata un cordón que sujeta los hilos de
la urdimbre. Uno de los palos se ata con
una cuerda a un lugar fijo y el otro se su-
jeta con una correa a la cintura de la te-
jedora. El lizo, una vara de sección
circular, levanta alternativamente los hi-
los de la urdimbre y permite que los hilos
de la trama pasen por encima y por de-
bajo de los mismos.
Entre la variedad de técnicas utilizadas
por las tejedoras peruanas, aparece en pri-
mer lugar, la “tela”, o tejido en el que los
hilos de la urdimbre y de la trama se cru-
zan de forma alternativa y regular en to-
da su longitud. En el “tapiz”, tramas di-
ferentes se elaboran en espacios limitados
para componer figuras diversas. Se rea-
liza así una decoración de carácter lineal
y geométrico. Existen además muchas va-
riantes del tapiz, según la manera en que
las distintas tramas se unen o no entre sí.
Para los tejidos compuestos o dobles, se
utilizan dos o más grupos de tramas o de
urdimbres, obteniendo la misma decora-
ción por ambas caras, pero con los colo-
res invertidos. Los motivos decorativos
podían también bordarse una vez termi-
nada la tela, lo que permite una gran li-
bertad de tratamiento y la combinación
de múltiples colores.
El tejido servía para realizar vestidos:
el uncu, o túnica corta y una especie de
capita, la llacolla, para los hombres; pa-
ra las mujeres, el acsu o túnica larga y
la lliclla o capa. La forma del vestido era
similar para el pueblo llano y para la no-
bleza; variaban la calidad de la materia
prima y la decoración.
obtenidos tanto de plantas como de in- tejidos funerarios los que, desde los pri- sur. Los espectaculares mantos Paracas-
sectos y moluscos. meros tiempos de su aparición, se de- Nazca se decoran profusamente con di-
Lo más sorprendente es la elaboración coran con sorprendentes seres que ha- seños de impresionante policromía.
de mantos gigantescos, muchos rica- cen sin duda referencia al mundo míti- Unos son de aparente carácter natura-
mente decorados, con la única finalidad co de los antiguos peruanos. lista, en forma de plantas, animales,
de envolver los cadáveres y acompa- Ese universo fascinante alcanza su má- figuras humanas o cabezas cortadas,
ñarlos en su última morada. Y son esos xima expresión en los tejidos de la costa pero destacan sobre todo los diseños
86
UN MUNDO BAÑADO EN ORO
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
Los incas almacenaban los recursos
alimenticios en depósitos como éste,
de Ollantaytambo, una buena muestra
de la solidez de sus estructuras
arquitectónicas.
fantásticos, generalmente producto de
una transformación de animales y seres
humanos o de la hibridación de ambos.
Cerámica hecha a mano
Representaciones del mismo carácter
aparecen también sobre otras manifes-
taciones artísticas, siendo tal vez la más
destacada de ellas la cerámica, que apa-
rece en Perú en torno a 1800 a.C. y re-
presenta una de las cumbres del Arte
prehispánico americano. Los ceramistas
peruanos, como los del resto de Amé-
rica, no conocieron el torno, por lo que
modelaron su cerámica a mano, direc-
tamente o por medio del adujado o su-
perposición de rollos de arcilla, y desde
el Intermedio Temprano se generalizó
en algunas culturas, sobre todo en el
norte, el uso del molde.
La más característica forma peruana
es la botella, con multitud de varian-
tes, entre las que destaca la botella glo-
bular con gollete estribo, de cuerpo más
o menos esférico y caño curvo, con una
proyección central vertical. Otra botella
típica peruana es la de forma globular
con dos picos y asa puente, y se en-
cuentran también otras formas corrien-
tes en el ámbito andino, como la bote-
lla con caño vertical y un asa o las bo-
tellas dobles, que suelen tener incor-
porado un silbato.
La decoración de la cerámica sigue en
Perú dos caminos diferentes, pero que
a veces se encuentran en la misma cul-
tura e incluso en las mismas vasijas. Por
un lado, existe una tradición pictórica
que en muchos casos se apunta a la vi-
brante policromía que hemos visto en
los tejidos. La cerámica nazca representa
probablemente el triunfo de esa deco-
ración pictórica, fundamentalmente de
carácter simbólico, en la que los seres
fantásticos que hemos visto en los teji-
dos reciben nombres como el del ser
mítico antropomorfo, el boto (orca) mí-
ostentado por sus dirigentes y con los
sacrificios. Tema común en el estilo naz-
ca fue la cabeza humana; en muchos ca-
sos, claramente un trofeo.
En el antiguo Perú se encuentra tam-
bién una tradición de cerámica escultó-
rica, en la que el cuerpo de la botella se
transforma en una figura, humana, ani-
mal o vegetal o en parte de la misma, o
en la que ese mismo cuerpo de bote-
lla se aplana y se convierte en una
especie de escenario sobre el cual unas
figurillas modeladas representan una
escena.
La cerámica escultórica, combinada
en muchos casos con pintura que com-
Los ceramistas peruanos, como los del
resto de América, no conocían el torno,
por lo que modelaban el barro a mano
tico, el gato moteado, el pájaro horrible,
la criatura serpentiforme o la harpía. Los
nazca utilizaron la cerámica –y los tex-
tiles– como soporte de transmisión de
sus sistema de creencias, de sus seres
sobrenaturales relacionados con las
imponentes fuerzas de la naturaleza y
con la agricultura y la fertilidad, creen-
cias asociadas también con el poder
pleta o subraya determinados elemen-
tos de la figura representada, se en-
cuentra en todas las épocas y lugares de
Perú, aunque es más característica de las
culturas septentrionales. Y entre todas
ellas la más conocida es la moche, aun-
que su mensaje iconográfico se com-
pleta también con cerámica pintada, de
color muy sobrio, generalmente rojizo,
87
Los tesoros de Perú, en dos exposiciones
que dibuja toda una serie de escenas
plenas de movimiento y de estilo apa-
rentemente realista.
Son escenas que nos aparecen aisla-
das y fáciles de reconocer, una cacería,
un combate, un encuentro amoroso,
Aríbalo inca de estilo imperial
(1440-1532), decorado con
motivos vegetales y animales.
pero que deben interpretarse como par-
te de otras más complejas, cuyas ac-
ciones pueden situarse en un mundo
sobrenatural o real y cuyos actores, se-
res míticos o dirigentes poderosos, que
aparecen en escenas diferentes rela-
cionadas con el ciclo ceremonial y el
agrícola, fundiéndose una vez más en
el mensaje iconográfico el poder de los
dioses y el de los reyes.
Muy características son también las ce-
rámicas monocromas, generalmente gris-
negro o negro pulido, cuya decoración
se realiza por medio de incisión o mo-
delado. Se encuentran desde épocas
tempranas, donde destacan las podero-
sas botellas chavín y cupisnique con su
iconografía draconiana, y llegan hasta
los tiempos tardíos, cuyas vasijas sicán
y chimú representan la culminación de
esa tendencia formal, sobria y de enor-
me elegancia.
La mayor parte del contexto del arte
cerámico es funerario. Se hicieron in-
gentes cantidades de magníficas vasijas
para acompañar a los difuntos a su úl-
tima morada, aunque existe también to-
da una importante serie de cerámica ca-
racterísticamente ceremonial. De esta úl-
tima función tenemos evidencias en los
tiempos incaicos, con el uso de aríba-
los y pajchas para libaciones, y pucus
para ofrendas de hojas de coca.
Pero en algunas épocas la cerámica se
vio relegada a ofrenda de menor im-
portancia, reemplazada por otra mani-
festación artística como distintivo de po-
der de los muertos, pero también y ob-
viamente de los vivos: la orfebrería.
Cuna de la orfebrería
La orfebrería, el trabajo de los metales
preciosos, es el Arte de aparición más
tardía, siendo precisamente Perú la cu-
na de esa técnica y arte. Las evidencias
más tempranas del trabajo de metales,
El Museo Nacional de Arte de Catalu-
ña (MNAC, Palau Nacional, Montjuïc,
Barcelona) mostrará de 24 de mayo al 31 de
junio una ambiciosa exposición sobre las cul-
turas de Perú, que constará de más de 300
piezas. Es la primera vez que un número tan
elevado de obras de gran excepcionalidad sa-
le simultáneamente del país andino.
El hilo conductor de la exposición, titu-
lada Perú indígena y virreinal, es la evolución
histórica de las formas artísticas peruanas
desde el 1500 a.C. hasta la Ilustración en
Lima, en el siglo XVIII.
La primera parte de la muestra se dedi-
ca a las culturas prehispánicas, divididas en
cuatro grandes bloques: La época de Chavín
(1500-500 a.C.), que incluye las culturas
chavín, cupisnique y Virú; Las artes clási-
cas (500 a.C.-500 d.C.), que comprende las
culturas Mochica, Nazca, Paracas, Tiawa-
naku y Vicús; Las épocas legendarias (500-
1300 d.C.), con elementos de las culturas
Wari, Chimú, Chancay y Lambayeque; y Los
Incas.
La segunda parte de la exposición se cen-
tra en los desarrollos culturales que se pro-
dujeron entre los siglos XVI y XVIII, co-
rrespondientes al virreinato del Perú, y está
dividida a su vez en cinco partes, que abor-
dan el sincretismo cultural, la definición de
las nuevas ciudades; las artes plásticas, con
especial atención a la orfebrería; la vida co-
tidiana y los efectos de la Ilustración en la
ciudad de Lima.
Otra exposición de 87 piezas de oro pe-
ruano prehispánico se exhibirá en la Funda-
ción Bilbao Bizkaia Kutxa, de 1 de abril a
16 de mayo, y en el Museo Arqueológico de
Alicante, de 1 de junio a 31 de julio. La ex-
posición Oro del Perú reúne pectorales y más-
caras de oro de las culturas Moche y Lam-
bayeque.
88
UN MUNDO BAÑADO EN ORO
INCAS, LOS HIJOS DEL SOL
Nariguera de
oro, en forma
de murciélago
volando, de la
cultura Moche
(1000 a.C.-850 d.C.).
de oro laminado en trocitos minúscu-
los, se remontan a 1500 a.C.
En Perú hay que hablar más pro-
piamente de metalurgia, por su amplio
conocimiento de los metales y el do-
minio maestro de las aleaciones. El co-
bre se utilizó para herramientas, armas y
adornos para la gente corriente y en el
sur se conoció el bronce hacia 600 d.C.
Pero, para objetos preciosos, los antiguos
peruanos usaron el oro, el “sudor del
sol”, y la plata, las “lágrimas de la luna”,
metales a los que dieron parecida im-
portancia, y de los que apreciaban sobre
todo su brillo y color, con el que juga-
ban para producir tonalidades diversas.
Raramente se emplearon el oro y la pla-
ta en estado puro. La aleación de plata y
cobre se conoce desde 700 a.C. Produ-
ce un metal fuerte y resistente para ser
martillado y al recocerse se elimina el co-
bre superficial, logrando objetos que pa-
recen de plata pura. La aleación de oro
y cobre (tumbaga) facilita el trabajo de
laminado y de fundido, y la mayor o me-
nor cantidad de cobre logra colores di-
ferentes, rojizos, rosados, incluso verdo-
sos cuando el oro contiene plata como
impureza natural.
En Perú dominó una estética de lámi-
nas de metal. Uno de los efectos bus-
cados por los orfebres peruanos era el
impacto dramático a base de grandes ex-
tensiones de oro, o plata, resplande-
ciente, para lo que se cubrieron paredes
enteras de templos y palacios con plan-
chas de metal. Pero también, y dada la
importancia del color y de la aparien-
cia superficial, se doraban o plateaban
los objetos apreciados como distintivos
de la nobleza por medio de diferentes
procedimientos, incluso recubriéndolos
de finísimas láminas.
Martillado, repujado y fundido
De acuerdo con esa estética, las técni-
cas dominantes en el antiguo Perú fue-
ron las del martillado y el repujado, aun-
que en épocas tardías los peruanos fue-
ron también maestros en la fundición al
vaciado, con ayuda de moldes abiertos,
o de dos o incluso más piezas.
A lo largo de los siglos dominaron
unas u otras técnicas, se dio preferencia
a unos y otros metales, pero los hallaz-
gos más espectaculares se han produ-
cido siempre asociados a tumbas de eli-
te. No olvidemos que de las obras pre-
ciosas de las que nos hablan los cronis-
tas, los objetos del rescate de Atahual-
pa, las paredes de oro del Templo del
Sol en Cuzco, el Coricancha, con sus jar-
dines de plantas de maíz y llamas, no ha
quedado nada, probablemente fundidos
tras la conquista.
De tumbas proceden los adornos co-
locados directamente sobre el cadáver,
como las enormes narigueras nazca, lá-
minas recortadas decoradas con cabezas
de serpientes, o los collares de cuentas
en forma de cacahuete, únicos en Perú
y asociados al famoso Señor de Sipán,
junto con imponentes orejeras circula-
res de metal y mosaico de piedras se-
mipreciosas. O las vasijas de oro y plata
que imitan formas de botellas de cerá-
mica de Sicán, de donde proceden tam-
bién los famosos tumis, rematados por
una imponente figura cuyo rostro apa-
rece también sobre máscaras de oro en
algunas momias y que se conoce como
el Señor de Sicán.
Aunque la mayor parte de las obras de
orfebrería de los incas no se haya con-
servado, nos han llegado algunas muy
características, como las figurillas de se-
res humanos o de llamas, de oro y pla-
ta, macizas o más comúnmente hechas
de varias láminas de metal martillado
que se utilizaban en las capacochas, sa-
crificios realizados en fechas
señaladas del calendario o en
acontecimientos re-levantes en la vida
de los incas.
Es en esas ceremonias en las que
po-dríamos ver cómo las diferentes
Artes se alían para configurar esa
peculiar ico-nografía del poder
peruano. Imaginé-monos al inca,
ataviado con suntuosos vestidos
tejidos, adornado con múltiples joyas
de oro, vertiendo chicha sobre el
terreno desde una vasija ceremonial
de cerámica (pajcha), con el
imponente fondo de la pared de un
templo exqui-sitamente labrada.
■ PARA SABER MÁS
BRAVO, C., El tiempo de los Incas, Madrid,
Alhambra, 1986.
DE LA VEGA, G,. Primera parte de los Comentarios
Reales de los Incas, tomo CXXXIII, Madrid, Biblio-
teca de Autores Españoles, 1960.
LUMBRERAS, L. G., De los pueblos, las culturas y
las gentes del antiguo Perú, Lima, Mosca azul,
1969.
VV. AA., Los Incas y el antiguo Perú. 3000 años
de Historia, Madrid, Quinto Centenario, 1991.
89
- 069His.pdf
- 070His.pdf
- 071HisNEW.pdf
- 072His.pdf
- 073HisNEW.pdf
- 074His.pdf
- 075His.pdf
- 076His.pdf
- 077His.pdf
- 078His.pdf
- 079HisNEW.pdf
- 080His.pdf
- 081His.pdf
- 082His.pdf
- 083His.pdf
- 084HisNEW.pdf
- 085HisNEW.pdf
- 086His.pdf
- 087His.pdf
- 088His.pdf
- 089His.pdf
…__:’::.. �
as,
– .,. …, , -___ .,.:�,;-·�–,,:•,� .a���•t:·
[.i•!:’·.� ·–.:;…;, �”.”.: raron a deidades mexicanas que se re- ,z,. .:� ·%· •
presentaban de acuerdo con el simbolis- � ,,/ � flt
mo característico de la escultura coloro- !’f.!.,r,;..{. • ·_, • �11 l
biana, y se comurucaron mediante idio- …: . .; –.._
‘�)i.
mas emparentados con las grandes fami- :-:-‘-� ·Jllias lingüísticas septentrionales (utoazte- t{,:-:;……. ;-.::..�
ca y otomangue) o meridionales (macrq- r ..��; .-;=::-:.:_��-
chlbcha, arahuaco y caribe). t: -� … ·7 · __..
Sin embargo, esta doble influencia � 7 � ·”‘:–:v._no se tradajo en una simbiosis cultural ·· , – •
��-:.t: .::�-.,
l’° ‘-�'”‘,· e:;:.7-�’ ·
tño
ci 8. Culturas de Centroamérica
:on y los And�s Septentrionales
de:
nía
Ua
itía
-se
ma
fi- Ei, área cultural denominada Intermedia ocupa el terrttorio comprendido entre las fron
re ,teras meridionales de Mesoamérica y los límites septentrionales de la zona andina, o sea
ws el pasillo centroamericano en su integridad, los Andes venezolanos y las actuales nacio
1ni nes de Colombia y Ecuador. Su gran diversidad paisajística, climática y orográfica se tra
de duce en una extraordinaria variedad cultural imposible de reflejar en estas breves pági
tás nas, si bien cabe diferenciar dos regiones: Centroamérica y los Andes Septentrionales.
:pi
Cerámica de l.a cultura NicO’ya con representación
1. AmérieaC.tral humana y jacciqnes de jaguar
pa
ca. La posición geográfica de Centroa
az- mérica, puente de unión entre los dos
grandes subcontinentes americanos,
fas condicionó totalmente el de�ollo cul-
:lo, tural de sus habitantes, que asimilaron · · ·· lis influencias diversas, y a veces opuestas,
Jn procedentes de Mesoamérica y los An- � i> ..
u.s- · des. Así, los centroamericanos cultiva-
ron al mismo tiempo la yuca y el maíz, , .::,.r- “‘-
cultivos típicos de norte y suramérica ‘!·t::�:� ::.�
respectivamente, trabajaron eqacte me-
soameri�o y la orfeb�ria andina, ado-
común a toda el área; por el contrario,
originó dos sectores clara.mente opues-
tos: .. ��–. –���a. El área del Pacífico, de tradición
· mesoamericana, que comprendía Hon
duras, casi todo El Salvador excepto la
parte oriental, la mitad occidental de Ni
caragua, y el noreste de Costa Rica has
ta la península de Nicoya.
el siglo VI a. C. y _se,quédaroifallímás de dos mil años. >’ –
64 .AMÉRICA PREHISPÁNICA
b. El área del Atlántico, de cultura suramericana, cuyos límites engloban el actual Pa a.
namá, casi tod� el territorio costarricense, y la mitad oriental de Nicaragua.y Honduras.
I
Los
Amé
a. Culturas mesoamericanas de la, América Central y Va
Nue·
– bric.La presencia mesoamericana en el norte de Honduras se remonta a la época olm�
coleaunque fueron los comerciantes mayas quienes dieron a la zona una configuración cul
tural mesoamericana al introducir la cerámica_ policroma, el juego de pelota y los tem nas
Las·plos con basam�ntos piramidales a fmes del siglo VI d C.
tentJEl colapso maya influyó de manera negativa en el desarrollo de los grupos mesoame
Iricani7.3.dos de Centroamérica, que entraron en una crisis profunda. En cambio, el ascen
lo 01so y la posterior caída de los toltécas (siglos x al XII d. C.) resultó beneficiosa para la
tas Ewna1 pues oleadas de emigrantes toltecas y nahuas se asentaron en la cost.a occidental necEde la América Central tras cruzar el área maya. Estos grupos, que difundieron en Cen
ducetroamérica la cerámica plumbate, típica de los toltecas, y el culto a Quet.zalcóatl y Tla
tericloc, crearon varios Señoríos en la costa pacífica de El_Salvador, Honduras, Nicaragua y poblCosta Rica. Tanto los pipifus de El Salvador y Hondur&•f como los chorotegas y nicaraos lde Nicar:agua y Costa.Rica presentan rasgos muy m�os: sacrificios hlimanos1 uso galadel xihuitl o año solar de 365 días, empleo de almendras de cacao en _los intercambios dascomerciales; etc. mue
tín �
año
b. Culturas de tradición suramericana de la América Central, dest
to 1,
A partir del 300 a. C. surgió en Chiriquí (Panamá) una interesante cultura de clara
inspiración colombiana caracterizada por la fabricación de grandes vasijas trípodes y por tos
orouna escultura monumental cuyo tema principal son los guerreros con cabezas-trofeo en’- · aulas manos.
cobPosteriormente iparecieron nuevos Señoríos en Coclé (Panamá) y Diqu!s (Costa Rica)
ba?que se mantendrán hasta la llegada de los españoles. Unos y otros comparten varios ele
mentos en común: un lenguaje perteneciente .a la familia macro-chibcha, una sociedad es [ … :
!,astratificada con una economía basada a partes iguales en la agricultura y el comercio t y
defmalmente una hermosísima orfebrería en oro y tumbaga realizada con técnicas muy va
riadas (r�pqiado 1 cera perdida, etc.) IUf
b.
2. Los Andes Septentrúnu,k•
llo
· Los Andes $eptentrJ-0nales (Colombia, Ecuador y etoriente andino de Venezuela) -pr� to
sentan también wu(gran-diversidad cultural, aunque, a):liferencia .de Centroamérica, hay tm
una notable homo�eíd.f.ld lingüística, pues los idioma$ chibcha.s de Colombia guardan es1
un enorme parecido conlas lenguas paeces de Ecuador. En el �o sociopolitico, las po ha
blacíones prehispánicas de Colombia y Ecuador.no superaro1fla fase_ del cacicato, taro· ch
biért denominado jefatura o sefiorío1 uru(forma de organimci6n basada en la casta y en
la ausencia de ciudades. T� vez por esta’.’raz6h,_i9s señoríos•del área se distin�ron por C
su.extraordinaria longevidad: los chibchas,·por.ajem’plo,:negaron a Colombia al·fmaliza.r
. . d€
vi,
. HISTORIA DE AMÉRICA LATINA 65
a. Origen y desarrollo de l,a,s culturas ,wrartdinas
La zona norandina presenta serios problemas que aún no se han resuelto del todo.
Los más importantes giran en torno a uno de los gran� enigmas de la Prehistoria de
América: la aparición de la cerámica. En Puerto.Hormiga (costa atlántica de Colombia)
y Valdívia (costa de Ecuador) se enct1€Itran los ajemplares cerámicos más antiguos del
Nuevo Mundo. Curiosamente, est:8$ píezast fechadas en tomo al 3.000 a. c�t no fueron fa
bricadas por agricultores, como serfá lo lógico, sino por gentes que se dedicaban a la re
coleétión de mariscos. Igual de misterioso resulta la presencia de unas figurillas femeni
nas hechas de barro que en América se relacionan siempre con las sociedades agrícolas.
Las figuritas de Valdívia datan de 2.300 a. C. y la agricultura no aparece en los Andes Sep
tentrio�es hasta el siglo XV antes de nuestra Era. te
· La planta característica de los Andes Septentrionales fue la yuca amarga, un tubércu:n
lo originario de Venezuela que se adaptaba muy bien al clima cálido y húmedo de las cos-la
1 tas ecuatorianas y colombianas. Pero la yuca obligaba a los grupos norandinos a permatal
necer en una zona ecológica desfavorable para el desarrollo cultural. Por eso, la intro• m
ducción del cultivo del maíz desde Mesoamérica facilitó la repoblación de las tierras in,.la
tenores de clima más templado y altitud medía (hasta los 1 .500 m), prácticamente des– ·l f pobladas desde los tiempos de las grandes camdores. .os Entre el 500 a . . c. y el 500 d. C. nacen varias culturas en Ecuador (Esmeraldas, Guan� so
ios gala, Jambell) y Colombia (Tumaco, San Agustín, Tierradentro, Quimbaya y Colima). To
das destacaron en la metalurgia y la cerámica, y todas, salvo San Agustín y Tierradentro,
muestran una clara influencia mesoamericana . . Las culturas más notables son San Agas-
tín y Quimba.ya. La primera, situada en la cabecera del río Magdalena, duró unos 1.800
rufos (del siglo VI a. C. al xn .d. C.) y sobresale por su escultura monumental; la segunda
destacó por su extraordinario. dominio de la metalurgia. Un historiador escribe al respec•
to lo siguiente: ·
• Los Qu.imbayas aprovecharon el oro aluvwnal [ . . . ] para /.a fabricación de obje:LI’a
)Oí
tos dQ-adqrnp, pero principalm.ente utilizaron la «tumbaga» o mezcla de cobre y
oro. Una «tumbaga» en la que el oro entra en proporcüm d,e un 18 por 100 funde en
a ·una ternperatura de sólo 800 ,..C, mientras que el oro sólo funde a 1.063 “C y el
col:rre a 1.083 ºC. Conseguían así d,/u)rrar esfuerzos, oro y combustible. Luego le da
ban a las piezas de «tumbGQa» una verdadera apariencia de oro puro, gracias al
[ … l aJina,do y dorado de las superficies [ . . . } Los arfebres indígenas utüizaron todas
las técnicas metaW:rgicas conocidas en la América Prehispánica: fundiciém. a mol
.. de abierto;’fu:ndicüm a cera perdida, martilleado, repujado, soldadura, etc. (Ma-
>i:tuel Luéena, Del barro de Valdivia al oro de los _chibchas, Historia 161 Extra VI, 19J8).
b. Culturas clásicas de los Andes Septentri(.nUtles
A pa.rfu. del siglo VI las sociedades norandínas entraron en una nueva fase de desarro
llo motivada por razones económicas (introducción de la ganadería y el perfeccionamien-
re . · to de las técnicas agrícolas) y guerreras (invasiones de tribus caribes de bajo nivel cul
ta.Y tural). Esta etapa, caracterizada por un incipiente urbanismo y la aparición de jefaturas
lan estratificadas de corte militarista, se mantendrá en la Sierra ecuatoriana ( cañaris, puru
�o has y caras quiteños) hasta la invasión inca, y en los Andes colombianos (taironas ·y (!hib–
.m chas) hasta la llegada de los españoles. . _
en Los chibchas ó muiscas hacia 500 a. C.-1 .539 d. C.), habitantes de las mesetas de
>Or Cu:ridinamarca y Boyacá, crearon una pajante cultura ciúé algunos investigadores consi
mr deran lá éÚarta más importante de la América Precolombina. La fama de los chibchas pro
viene en gran parte de laleyenda del Dorado, el mítico cacique que tras recubrirse el cuer-
66 .AMÉRICA PREHISPÁNICA
po con polvo de oro se lavaba en la laguna de Guatavit.a, aITojando luego valiosísimas jo
yas a las aguas. Curiosamente, los chibchas no tuvieron más oro que el que obtenían a
cambio de sus dos fuentes de riqueza: las esmeraldas y la sal, objeto de primera nec�
dad para las sociedades P.reindustriales. Los muiscas, agricultores intensivos, no fueron
buenos arquitectos, pues todos sus edificios, incluidos los palacios ylos templos, se cons
truyeron con madera y baIT.o. En cambio, fabricaron cerámicas, tajidos y joyas de alta
calidad. Políticameru:e, se organizaron en dos confederaciones (Bógotá y Huma), cuyos
caciques, el Zipa y el.Zaque, manterúan una guerra continua por la hegemorúa. En el as-
pecto religioso, 1a casta sacerdotal, independiente del poder político, creó un compl$ ce
remonial para honrar al Sol, a la Luna, al Are.o Iris y a los muertos, que incluía prácticas
como la momificación y el sacrificio de ·niños.
Colgante de oro de la cultura colima ·
Er. �úcl
Bolivia.n:
tas: 1a e
fértiles•n
lanSewa
1, El li
a. Cha
Elndt
,tostt;·netc
tro se sb
Elce
una verc
so, un p
trucéión
salas(:.E1
alto llam
tinuánpr,
negran.CE
una diviJ
antl.”op()l
. A�
i<>�
�oll a�
b. Par
Lane
nas cult
La p
Perú.nLe
;)–
a 9. Culturas an�inas preincaieas
,i-
m
s-
ta
:)$
IS-
:e-
as
. ‘ .
&, núcleo �entral del área cultural andina comprende las actuales Repúblicas de Perú y
Bolivia. Desde el punto de vista geográfico se divide en tres regiones claramente distin
tas: la Costa, una frrutja desértica atravesada de cµando en cuando por ríos que forman
fértiles valles; la Sierra, una zona montañosa muy apta para el asentamiento humano; y
la Selva, un territorio boscoso y húmedo surcado por poderosas corrientes fluviales.
. .
l. El formativo andino. Chavín y· Paracas
a. Chavín (1 .200-300 a. C.)
El desm:Té>llo de las comunidades agrícolas peruanas de la Sierra (Cerro Sechín, Ko
to�h1 etc:) culminó con el florecimiento enel 1.200 a. C. de la cultura Chavín, cuyo cen
tro se sitúa en Chavín de Huantar, en el valle de Santa, a 3.135 in sobre el rúvel del mar.
El carácter urbano está.muy atenuado en Chavín, lo cual indica que no se trataba de·
una verd�era ciudad, sino de un lugar sagrado donde residía una elite sacerdotal y, aca
so, U1′ pequeño grupo de artesanos. El edificio más importante es el Castillo, una cons
trucción con planta. en forma de U, cuyo interior está ocupado por varios corredores y
salas. En el centro de dos de ellas se encuentra una terrorífica escultura de 4-,53. m de
alto llamada el Lanzón que representa a un monstruo mitad hombre, mitad.jaguar. La con
tinua presencia ·del jaguar en los monuroel)tos arquitectónicos y en la cuidada cerámica
, negra característíea de Chavín, hace suponer que el lugar estaba consagrado al culto de
·una divirúdad felina. Otra deidad importante debió ser el caimán, reproducido con rasgos
antropomorfos en la famosa estela Ra.imondi.
A semejanza de los olmecas de la costa del Golf o de México, los sacerdotes de Chavín
gozaron de un gran prestigio entre los campesinos que les permitió controlar la produc
ción agrícola y artesanal· c;le un territorio en continua expansión. Este hecho, unido a la
estratégica posición de Chavin de Huantar a mitad de camino entre la Sierra y la Costa,
facilitó la creación de rutas comerciales y la difusión de las ideas artísticas e ideológicas
de. Chavín a lo largo y ancho de los Andes -Gentny.es.
>
b. Parapas, Vicús y Pu.cara
La expansión religiosa y artística de Chavín se vio frenáda por la aparición de algu
nas culturas regionales. muy dinámicas y activas a finales del período Formativo.
La principal fue la de Pa,,racas (1 .300 a. C.-200 d. C.)1 localizada en la costa sur del
Perú. Lo poco que sabemos �brelos paraqueños procede de centenares de cámaras sub-
68 AMÉRICA PREHISPÁNICA
. ,
terráneas repletas de momias amortajadas con’mantas de algodón o lana de magnífica ca
lidad; gran belleza y motivos muy variados y coloristas. ‘.El estudio dellos restos humanos
y de los tejidos pone de manifiesto que las gentes de Paracas no sólo eran hábiles taje
dores, sino también belicosos guerreros que con.servaban_ las cabezas de sus enemigos
muertos como trofeos de guerra. Se alimentaba de peces, mariscos Y. productos _agríco
las, y adoraban a una deidad felina- humanizada procedente indudablemente de Chavín.
La cultura Pu.cara,, en el altiplano andino, tampoco escapó al inflajo ideológico de
. Chavín, pues el monstruo-jaguar aparece con frecuencia en su interesante cerámica p(}
lícroqia. Las hieráticas esculturas de piedra que adornan el yacimient-0 indican la exis
tencia de una intensa actividad bélica, porque reproducen seres humanos llevando cabe-· ·
zas-trofeo en las manos. .
— Por lo que respecta a la cultura Vitús, asentada en la costa norte, los rasgos chavi
rioides carecen de importanciac_frente a las dos grandes innovaciones de los vicús: una
. r ceránlica de corte naturalista qlie representa animales y personas en actitudes cotidia
nas; y una metalurgia de tecnología muy avanzada.
J. w_erdtaras clás!cas: ‘l’ialuumaeo, Moche 1 Nazca
Las expresiones regionales surgidas ai amparo de la decadencia de Chavín cristaliza�
ron en sóll� formaciones culturales a partir de la tercera centuria de nuestra Era. El
.,. rasgo más notable del Clásico Andino, también denominado_- período Intermedio Tempra
no, fue la- d�parición de los rígidos cánones estéticos de Chavín y su sustitución por
una amplia gama de estilos artístic� muy diferentes entre sí. El período se caracterizó
asimismo por el auge de la arquitectura monumental, el progreso de las industrias textil
:y_ metalúrgica (se comienza a trabajar el bronce), y la potenciación de la agricultura de
regadío. Las nuevas culturas -Moche� Nazca y Tiahuanaco- se organizaron en Estados
teocráticos que, a diferencia de los mesoamericanos, present.an un bajo desarrollo urba-
no y un considerable militarismo. (
<Í.”‘ Moche (2(}(j;800 d. C.)
La cjvilizáción moche�-ó mochica, heredera de la. ‘Cultura Vicús, se fonnó en los valles
costeros de.Moche y Chicama ( costa ‘norte del actu� Perú), desde donde se expandió a
los valles proXimos. Las pequeñas ciudades mochicas estaban fortificadas y se situaban
· ·en lugares estratégicos de fácil defensa.- Según se·desprende del registro arqueológico,
eran básicamente centros administrativos o_ cuarteles militares.
La importancia �Ja guerra, que se manifiesta también en la continua presencia de
guerreros en la cerámica, respondió a las necesidades de una economía centrada casi ex
clusÍ78JYlente en la agricultura de regadío. tas· obras hidráulicas (canales1 presas,. acue
ductos
t
etc.), impresém.dibles en una zona desértica como la costa peniana, exigían do
minar las cabeceras de los ríos porque de lo contrario la infraestructura hidráulica :P<>d,fa
hundirse �n cualquier momento. De, ahí la elevada posicion social de los generales y jefes
militares, que compartieron la cúspide de la pirámide social con el sacerdocio. El resto
de la población. estaba formado por una gran masa de campesinQ$f los cuales se veían
forzados a .entregar los excedentes de sus cosechas y a trabajar en las obras de regadío ·, •e
para obtener la benevolencia de los dioses y la protección de los guerreros. Había tam- “.
b_ién un pequ�ñó grupo de c_eramistas1 orfebres y criados, así como )lI considerable nú
mero de prisioneros de guerra reducidos a la esclavitud y ,obligados a trabajar en 1� cons-
tM ,,..,.Pil’nAC! n1’ihli.n0c� ,;,_”+•�:u:- l”‘f’no rtutiñ.o,..no�.c al n-l’;lr-o, .. �r rui<f}g,n �,::¡,.- ño u’.l·rt�a �1-:1�,& ,�•'”-
HlSfORIA DE AMÉRICA LATINA 69
. tas culturas prehispánicas
3.vi
:lia-
rizó !
�xtil
a. de
rba-
µco,
i�es
·�sto
C�a mbchico., una cte las hermos(JSprod� ¡m-. · ·
ije
�os
co
n.
de
ds-
be-
ma
liza
.. El
pra
�:��y ._?_ …. –
tt/r
.’.�?tr
&, �fl::��{�_1
t:.
.. ,;.. .,.
‘
t
.
por
i.dos
:1lles
lió . a
i.ban
a de
‘t
i ex•
cue-
i do-
oQia
-eían
;adío
ta.ro-
• .lÚ-
‘PiS·
ru
1·
. t
¡
1
·-·—- —– —·
-�ti�t�iiit��t’>. :.:-�;s��r}Jjti . i
10
………..
_ —
———· -··–·- …….
AMÉRICA PREHISPÁNICA
· ·. ·
,iempre monumentales y espectaculaie:5 �ntr� las obras de inge�íería mochica déstacarujJf ,.,-tt, ,. ,,e
_.
�l acueducto· de Ascope, los canales �e rrngac16n del valle de Chicama y los gigantescos ···
emplos-pirámide de adobe de la ciudad de Moche: la huaca del Sol, el mayor edificio
iel Perú prehispánico, y la de la Luna.
La religión mochica, mal conocida, refleja elmilitarismo de la sociedad, pues los ar�
:aicos ritos agrarios articulados en torno aAi .Apaec ( «el Creador») coexisten con los cul
os lunares típicos de las sociedades guerreras.
Pero, sin duda, el principal logro cultural de los mochicas reside en su perfecta cerá�
nica escultórica. Los h,’UCLCós moches son verdaderas esculturas de arcilla polícroma que
nuestran de manera realista todas lás facetas de la vida <lel mochica, incluyendo -y esto
·esulta sorprendente- la sexual.
). Nazca
Los nazcas, contemporáneos de los mochicas, crearon una pujante sociedad en los va
les costeros meridionales de Nazca, Chincha, Pisco, Lomas e lea. En esta cultura, suce
;ora directa de las gentes de Paracas, se encuentran los mismos elementos culturales que
mtre los mochicas: obras hidráulicas gigantescas, militarismo (fortificaciones, culto a las
!abezas-trofeo), y una estructura política despótica cimentada en la explotación de los
tgricultores por unos cuantos clérigos y guerreros. No obst.ante, existen notables dife ….
lnd.í:encías entre una área y otra. Así, por ejemplo, la cerámica nazca muestra unos diseños
en €lictóricos de gran imaginación y colorido que no se parecen nada a la expresividad es
A la
!ultórica de los huacos mochicas. Las manifestaciones artísticas nazqueñas más conocí -rui1
:ias son las llamadas «líneas de Nazca», colosales bocetos de animales estilizados graba- de 1
separa los valles de Nazca y Palpa. La función de estos misteriosos
libujos no está clara: algunos investigadores piensan que tenÚ:Ln un significado religioso;
>tros ven en ellos conceptos astronómicos relacionados -con los movimientos del Sol .
,. Twhuanaco
Tiahuanaco, la más notable de las culturas clásicas del Altiplano andino,se localiza
m la vertiente oriental del lago Titicaca, a unos 4.000 m sobre el nivel del mar. Tiahua
rmco fue una verdadera ciudad que llegó a tener en su momento de mayor apogeo una
población cercana a los 20.000 habitantes. En su centro se levantan seis edificios de cla
ra finalidad religiosa, entre los que destacan dos: laAkapana, una pirámide de 15 m de
!11.tura y planta rectangular; y el Kalasasaya donde se encuentra el Fraile, un monolito
de forma antropomorfa, y la famosísima Puerta del Sol, un arco tallado en un bloque de
3 m de alto por 4 de ancho, cuyo dintel muestra al dios solar con un cetro en ca.da mano
flanqueado, a derecha e izquierda, por tres hileras de figuras aladas con ca.be7.a de hom
bre o cóndor.
A semejanza de Teotihuacán, la gran ciudad mesoamericana, Tiahua.naco comenzó
siendo un centro religioso local que al amparo de las peregrinaciones se convirtió en una
:rrbe artesanal especializada en la manufactura del bronce, la talla de turqu� y la pro
:lucción de queros, vasos cerámicos de lujo. Poco a poco, el crecimiento de la población
‘{ la imposibilidad de cultivar en la Puna algunos productos agrícolas, como el maíz o el
3.lgodón, impulsó a los tiahuanacotas a colonizar territorios situados en otros p.isos eco-
lógicos. El declive de Tiahuanaco comenzó al mi�iarse la expansión huari en el siglo IX y
;e rolon ó cerca de trescientos años.
l
,;��
na
lto
de
no
>i!CJ:ltSTORIA DE AMÉRICA LATINA 71
· · . •
__,,__
e
lS
►S
é->” · Indio aymara y balsa.:á(t-�tc,ra,s, en el lago Titicaca. ” · — ‘ ·
s · A la derecha, tres vistas de ki,$:,
:i,. ruinas de la ant.igüi,, Pt·· üdád ·· · ·
a de Tiahua:naco
)S
o;
za
l8,,-
la-
de
m-
oo ···
·-
n(.
ro/ .,ón
el
::o-
l( y
.¡
f?’t”‘f”) iiiV iitH½irií:xii:it:t& úth�:.: ..Jí ‘li’ t::Wtt ‘.t”Kff ee
72 AMtRICA PREHISPÁNICA
3. El Posclásko andino: Huari y Chimor
La influencia ejercida por los colonos tiahuanaconas se manifestó de forma espectacu
lar en el valle serrano de Ayacucho, cuyos habitantes, relacionados comercialmente con
los nazcas de la costa, adoptaron con rapidez las ideas religiosas y políticas de la metró
poli andina: A partir del 700 la población se concentró en tomo a la ciudad de Huari que
creció a un ritmo vertiginoso. La ciudad, de unos 40.000 habitantes, se expandió de for
ma caótica y des�rganizada, lo cual, paradójicamente, denota su indiscutible carácter ur
ba,no. No obstante, Huari se dividía en barrios perfectamente delimitados por gruesas mu
rallas: Unos estaban habitados por las familias nobles; otros por los plebeyos, que se ha
cinaban en edificios de dos o tres pisos sin ventanas¡ y unos tercer� se dedicaban a las
actividades artesanales, administrativas o mercantiles. Una peculiaridad de la ciudad re
side en la total ausencia de templos, imágenes sagradas o áreas religiosas.
El incontrolado desarrollo de Huari, convertido en un foco receptor de la emigración
campesina, se transformó en un grave problema cuando se despobló el área rural que ri,
abastecía de alimentos el núcleo urbano. La única solución posible era la expansión im ce1
perialista� y ese camino siguieron los gobernantes de Huari. Entre el 8()0 y el 1000 de la km
Era Cristiana, los ejércitos huaris, impulsados por la fuerza que da el fanatismo religioso, lor
crearon un vasto imperio que se extendía de Cajamarca y Lambayeque, en el norte, hasta arr
Sihuas y Sicuani, en el sur. El militarismo huari se manifestó de una forma despótica: to y ]
das las culturas locales se extirparon de raíz imponiéndose las costumbres de Huari, y se
arrebató a los vencidos los excedentes agrícolas, ganaderos y artesanales que producían.
Para ejercer mejor su dominio, los huaris erigieron decenas de ciudades fortificadas en 1.
las · zonas conquistadas que servían para alojar a las tropas de ocupación y para recoger
los tributos impuestos a los pueblos dominados. Ejemplos significativos de este tipo de
asentamiento sort las ciudades de Cajamarca, Piquillacta y Pachacamac, cerca de Lima. ta
La caída de Huari a principios del siglo XIII, originada bien por problemas dinásticos, fu,
bien por la imposibilídad de mantener la megalópolis, abre un nuevo período lili,tórico So
que puede calificarse de renacentista. Los señoríos que nacen de la descomposición del ca
imperio huari retoman la tradición cultural local, aunque no logran alcanzar el esplendor lo:
de sus mayores. Así surgen los Estados Chimú, Cha.ncay e lea Clúncha en la costa norte, rnl
centro y sur respectivamente; y las jefaturas serranas de Huanca, Chanca, Lupaca, Cha- qt
chapoya, Colla y Cuzco.
Culturalmente hablando, la civilización más destacada fue la chimú (ca. 1200-1 460). Y1
La capital del reino Chimor estaba en Chnchán, una aldea costera cercana a la actual L.
Trujillo, que se convirtió tras el fin de Huari en el corazón de un imperio costeño. La ciu m
dad, planificada de acuerdo con el modelo huari, se extendía por una superficie de 1 8 g1
kilómetros cuadrados y llegó a albergar una población de 200.000 almas. Posteriormen UI
te, los chimúes levantaron ciudades idénticas a Chanchán1 pero mucho menores, en los S-l
valles vecinos. En el plano político, Chimor reprodl.tjo el despotismo militar-hidráulico de
sus antepasados moches; e igual sucedió en el religioso, caracterizado por el retomo al Ul
culto a Si Oa Luna) , deidad patrona de la pesca y la agricultura. También la cerámica es ci
cultórica -negra y hecha a molde- retomó los motivos traclicionales del arte moche.
Por lo que respecta a la metalurgia, los hábiles fundidores chimús trabajaron el oro, la e,
g,
plata y el bronce. o
CARLOS FUENTES EL ESPEJO ENTERRADO
6. LA CONQUISTA Y LA RECONQUISTA
DEL NUEVO MUNDO
OCHO años antes de la Conquista de México, el 25 de septiembre de
1513, Vasco Núñez de Balboa había descubierto el Océano Pacífico,
abriendo la ruta a nuevas conquistas y descubrimientos hacia el sur. En
1530, Francisco Pizarro zarpó de Panamá con sus medios hermanos,
Hernando, Juan y Gonzalo y doscientos hombres. Desembarcó en la
costa de Ecuador y después de una larga y complicada expedición
azotada por las escaramuzas, las dudas y las epidemias, entró al Perú en
septiembre de 1532, descubriendo inmediatamente que el país estaba
flagelado por la guerra civil. El legítimo gobernante, Huáscar, había sido
derrotado por su medio hermano, el usurpador Atahualpa, quien asesinó
a Huáscar y a toda su familia a sangre fría. Ahora, Atahualpa estaba
acampado afuera de la ciudad de Cajamarca, y a ella se dirigió
rápidamente Pizarro, invitando al emperador peruano, conocido como el
Inca, para reunirse con él.
Atahualpa, excesivamente confiado en los españoles y creyendo acaso
en su propia inmortalidad, se acercó a Cajamarca desarmado. Se dice
que no sabía resistir la belleza y novedad de los caballos. Francisco de
Jerez, secretario de Pizarro (quien era iletrado) nos ha dejado este
llamativo retrato del emperador indio: “Atahaliba era hombre de treinta
años, bien apersonado y dispuesto, algo grueso, el rostro grande,
hermoso y feroz, los ojos encarnizados en sangre… Hacía muy vivos
razonamientos… era hombre alegre, aunque crudo.”
Los españoles salieron corriendo de las casas donde se habían
escondido. La compañía india, sorprendida, trató de proteger al Inca.
Los españoles les cortaron las manos mientras sostenían la litera de
Atahualpa. Ni un solo soldado español fue matado o aun herido. Como
en la Conquista de México, una doble enajenación —la información
divina y la falta de tecnología avanzada— habría de derrotar a la nación
quechua. Noticias divinas: en su lecho de muerte, el padre de Atahualpa,
el inca Huayna Cápac, había profetizado que un día llegarían por el mar
hombres barbados a destruir el mundo de los incas. Estos hombres serían
mensajeros de la deidad indígena central, Viracocha, quien, como
Quetzalcóatl, creó a la humanidad y luego navegó hacia el Occidente,
prometiendo regresar. La falta de tecnología determinó aún más el
destino de los incas. En las palabras del historiador británico
contemporáneo John Hemming, los ejércitos indígenas del Perú “nunca
pudieron producir un arma que pudiese matar a un jinete español
montado y armado”.
Para rescatar su libertad, el emperador capturado ofreció a Pizarro oro
suficiente para llenar una gran sala, hasta la altura de un hombre.
Cuando el oro llegó, los conquistadores lo derritieron. En cuanto a
Atahualpa, la promesa de Pizarro no fue cumplida. Prisionero, al Inca le
fue dada, simplemente, la oportunidad de escoger entre ser quemado
vivo como pagano o convertirse al cristianismo antes de ser
estrangulado. Escogió el bautizo. Se dice que sus últimas palabras
fueron: “Mi nombre es Juan. Ése es mi nombre para morir”.
Una magia organizada
La Conquista del Perú fue sumamente paradójica. Fulminante como una
guerra relámpago moderna, dio la impresión de terminar en el instante
en que comenzó, con la captura y ejecución de Atahualpa por Pizarro en
1533, seguida por el rápido avance español sobre un país comunicado
por un espléndido sistema de caminos. Pero el hecho es que a pesar de
sus éxitos iniciales, la Conquista del Perú fue un acontecimiento
prolongado, mucho más largo que la Conquista de México. Prolongado,
en primer término, por la oposición indígena. Organizándose lentamente
tras la muerte de Atahualpa, la resistencia floreció entre 1536 y 1544,
atosigando constantemente a los españoles hasta la muerte del jefe
indígena, Manco Inca, y reanudada por sus descendientes hasta que uno
de ellos, Túpac Amaru, fue decapitado por los españoles en 1572,
cuarenta años después de la emboscada de Pizarro al Inca Atahualpa en
Cajamarca.
Pero junto con la resistencia india, la conquista española fue asediada
desde adentro, por las constantes guerras civiles entre los
conquistadores, quienes disputaron salvajemente entre sí para
posesionarse del oro y del poder político; así como por las pugnas entre
los conquistadores y la Corona, a medida que los virreyes trataron de
establecer la autoridad real y el respeto para las humanitarias Leyes de
Indias. En ambas instancias, los conquistadores sintieron que se
amenazaba su derecho de conquista, un derecho que, por supuesto,
incluía el de saquear y usurpar la tierra y el trabajo. Los destinos de los
Pizarro hablan por sí mismos. Francisco, el jefe, el brutal porquerizo de
Extremadura, fue asesinado por los parciales de su rival Diego de
Almagro; su hermano Hernando, de regreso a España, fue encarcelado
indefinidamente, en tanto que su otro medio hermano, Gonzalo, se
rebeló contra el virrey y fue ejecutado en 1548, quince años después del
inicio de la Conquista. Román y Zamora, en su Repúblicas de las Indias,
llama a los Pizarros “los más malos hombres que salieron de otra alguna
nación, y más deshonra ganaron los Reyes de España con ellos y sus
compañeros”.
Esta contracción nerviosa de la historia del Perú, contracción entre lo
precipitado y lo prolongado, entre el conejo y la tortuga, se traduce en un
espasmo que oculta el ritmo verdadero del país y la cultura que en él
encontraron los españoles. Fue en torno a la gran ciudad de los incas,
Cuzco, que muchas de estas batallas entre indio e indio, español e indio,
español y español tuvieron lugar. Una urbe de quizás 200,000 habitantes
en vísperas de la conquista, Cuzco, al igual que la ciudad fortaleza
escondida en las alturas de los Andes, Machu Picchu, fueron los testigos
finales de la gloria de los incas. Nos siguen asombrando la precisión con
que sus muros, hechos de piedras polígonas, fueron ensamblados sin
beneficio de argamasa. Cuando las piedras resultaban demasiado
pesadas, eran dejadas a la vera del camino y llamadas “piedras
cansadas”. No más cansadas, sin duda, que quienes las cargaron.
Desde el Cuzco, un sistema de comunicaciones sin paralelo en el mundo
antiguo, o acaso comparable sólo al de Roma, se extendió sobre cerca de
40,000 kilómetros, desde
Quito en Ecuador hasta el sur, Chile y Argentina. El dominio de los incas
era la más grande de todas las entidades políticas en la América
precolombina. Pero la extensión del Imperio era complicada por una
variedad de climas y terrenos. Perú, llamada por Jean Descola “una
tierra con tres caras”, es en parte costera (desierto y fuego), en parte
montañosa (cielo y aire), y en parte selva (bosques y ríos). Entre la costa
y el altiplano, se encuentran tanto fértiles oasis como desiertos estériles.
En algunas áreas, se le dio la bienvenida al cultivo del maíz y el
algodón; otras produjeron la patata, el regalo del Perú a Europa. Y en el
altiplano, Perú desarrolló la única cultura ganadera de las Américas, el
mundo de la llama, el guanaco y la alpaca, los compañeros constantes
del indio del altiplano, casi tan constantes como la música de la quena, la
flauta melancólica de los Andes.
La unidad del gobierno de esta tierra inmensamente variada requería
grandes dotes políticas y la más enérgica organización. El antiguo Perú
tenía ambas. La burocracia era tan enorme como vigilada; el propio
emperador viajaba a lo ancho y lo largo de sus caminos, cerciorándose,
investigando, precedido o seguido por agentes secretos, ordenando
desplazamientos de la población para habitar los territorios recién
conquistados, o campañas armadas para someter las rebeliones. Pero,
igual que en el México antiguo, la burocracia y el ejército eran, al cabo,
armas de un gobierno teocrático donde la religión y la Iglesia otorgaban
su verdadera legitimidad al Imperio. Y esta religión, en agudo contraste
con la organización lenta, perseverante, austera y hormigueante de la
sociedad, era una religión de mito, magia y metamorfosis.
Pero quizás el mayor enigma de esta cultura fue conocido en nuestro
propio tiempo y gracias al aeroplano. Pues sólo desde el aire puede el
ojo humano distinguir las líneas de Nazca, el colosal diseño geométrico
que nos envía su misterioso mensaje desde las profundidades del tiempo.
Las líneas de Nazca, inscritas en los valles del sur del Perú, constituyen
un misterioso telegrama acerca de la vida y la muerte de la antigüedad
peruana, y como las líneas del destino en una palma humana continúan
velándonos las verdades sobre esa tierra. Sin embargo, su propio enigma
nos desafía a proporcionarle un sentido a una cultura que, basada en la
magia y la cosmovisión, al mismo tiempo podía proponer y renovar la
relación de los seres humanos en la sociedad con semejante precisión y
aun, a veces, éxito.
La cuestión de la tierra era fundamental en una civilización como la
peruana. Dos divisiones básicas apartaban las tierras del sol, cultivadas
por todos y para todos, y las tierras del inca, destinadas al sustento del
rey y del Estado. Pero, en teoría, todas las tierras pertenecían al Estado,
que concedía su uso a las comunidades. Éstas, a su vez, se basaban en
una unidad llamada el ayllu, un clan relacionado por la sangre y
organizado como célula más fuerte que la familia (o el individuo) a fin
de asegurar la explotación colectiva de una tierra vasta, rica, pero hostil.
Las tesis sobre un socialismo inca son interesantes, pero quizá sin
importancia en una economía no monetarizada, aunque elitista en su
estructura. En la cima se encontraba el inca, seguido de las castas
superiores de “orejones”, como los llamaron los españoles, aristócratas
de lóbulos perforados por grandes arracadas, y los curacas o caciques
provincianos, plantados todos ellos encima de las sucesivas
organizaciones familiares, a partir de los grupos de diez familias en la
base, gobernados por el jefe familiar, a las organizaciones de 40,000
familias cerca de la cima organizadas por un gobernador. Pero un
individuo que se había distinguido podía ser cooptado a un rango
superior, y la propiedad privada existía como recompensa otorgada al
mérito, en tanto que las fortunas individuales tendían a desaparecer a
medida que las generaciones se sucedían y la tierra se subdividía entre
los descendientes. Cabe añadir que, sin duda, la muerte de las
civilizaciones niñas de las Américas fue una pérdida para el Occidente,
especialmente la del Perú, dado que éstas no eran naciones bárbaras,
sino sociedades humanas nacientes, con muchas lecciones que pudo
haber aprovechado la Europa renacentista, en el momento en que el
Viejo Mundo también luchaba para alcanzar nuevas formas de
coexistencia social y, aun, proyectó muchas de sus nociones más
idealistas sobre el recién descubierto Nuevo Mundo.
En la tensión entre las ilusiones de la utopía y las realidades de la
Conquista, una nueva cultura surgió en las Américas, desde el principio
de nuestra existencia poscolombina. Los
hechos desnudos de la Conquista recibieron la respuesta de los hechos
mucho más secretos e insinuantes de la contraconquista, a medida que
los pueblos indígenas derrotados, enseguida los mestizos de indio y
blanco y, finalmente, los recién llegados negros en el Nuevo Mundo,
iniciaron un proceso que sólo podemos llamar la contraconquista de
América: la conquista de los conquistados por los derrotados, el
surgimiento de una sociedad propiamente americana, multirracial y
policultural.
Bajo el signo de la utopía
El Renacimiento reabrió para todos los europeos la cuestión de las
posibilidades políticas de la comunidad cristiana. Volvió a plantear el
tema de la Ciudad del Hombre, que había sido relegado, durante la Edad
Media, por la importancia otorgada a la Ciudad de Dios. Ahora, el
Renacimiento preguntó ¿cómo debía organizarse la sociedad humana?,
¿existe un espacio donde el proyecto divino y el proyecto humano
puedan reunirse armónicamente? Tomás Moro, el autor de Utopía
(1516), da respuesta en el título mismo de su obra: que no existe tal
lugar. U- Topos es ninguna parte. Pero la imaginación europea respondió
prontamente: ahora sí existe semejante lugar. Se llama América.
De acuerdo con el historiador mexicano Edmundo O’Gorman, América
no fue descubierta; fue inventada. Fue inventada por Europa porque fue
necesitada por la imaginación y el deseo europeos. Para la Europa
renacentista debía haber un lugar feliz, una Edad de Oro restaurada
donde el hombre viviese de acuerdo con las leyes de la naturaleza. En
sus cartas a la reina Isabel, Colón describió un paraíso terrenal. Pero, al
fin y al cabo, el almirante creyó que simplemente había reencontrado el
mundo antiguo de Catay y Cipango, los imperios de China y Japón.
Amerigo Vespucci, el explorador florentino, fue el primer europeo en
decir que nuestro continente, en realidad, era un Mundo Nuevo.
Merecemos su nombre. Es él quien le dio una firme raíz a la idea de
América como Utopía. Para Vespucio, Utopía no es el lugar que no
existe. Utopía es una sociedad, y sus habitantes viven en comunidad y
desprecian el oro:
“Los pueblos viven de acuerdo con la naturaleza”, escribe en su Mundus
Novus de 1503. “No poseen propiedad; en cambio, todas las cosas se
gozan en comunidad.” Y si no tienen propiedad, no necesitan gobierno.
“Viven sin rey y sin ninguna forma de autoridad y cada uno es su propio
amo”, concluyó Américo, confirmando la perfecta Utopía anarquista del
Nuevo Mundo para su audiencia renacentista europea.
A partir de ese momento, las visiones utópicas del Renacimiento
europeo serían confirmadas por las exploraciones utópicas de los
descubridores de América. “¡Valiente mundo nuevo, que tiene semejante
gente en él!”, exclama Shakespeare en La tempestad, y en Francia,
Montaigne comparte este sentimiento. Los pueblos del Nuevo Mundo,
escribe, “viven bajo la dulce libertad de las primeras e incorruptas leyes
de la naturaleza”. En tanto que el primer cronista de la expedición de
Colón, Pedro Mártir de Anglería, se haría eco de tales sentimientos al
decir que “andan desnudos… y viven en una edad de oro simple e
inocente, sin leyes, querellas o dinero, contentos con satisfacer a la
naturaleza”, y el primer cronista de Brasil, Pedro Vaz de Caminha, le
escribió en 1500 al rey de Portugal: “Señor, la inocencia del propio Adán
no fue más grande que la de estos pueblos”.
Pero el domingo antes de la Navidad de 1511, el fraile dominico Antonio
de Montesinos había subido ya al púlpito de una iglesia en la isla de La
Española, fustigando a sus escandalizados feligreses españoles: “Decid,
¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible
servidumbre a aquestos indios?… ¿Estos no son hombres? ¿No tienen
almas racionales?”
Ciertamente, muchos colonizadores, y sus defensores antiutópicos en
Europa, negarían que los aborígenes de las Américas poseían un alma o
que, ni siquiera, eran seres humanos. El principal entre ellos fue el
humanista español y traductor de Aristóteles, Juan Ginés de Sepúlveda,
quien en 1550 (esto es, una vez que los pueblos de México y Perú habían
sido conquistados por los europeos) simplemente negó que los indios
tuviesen verdadera humanidad y otorgó a los españoles todos los
derechos del mundo para conquistarlos: “que con perfecto derecho los
españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas
adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan
inferiores á los españoles como los niños á los adultos y las mujeres á
los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de
gentes fieras y crueles á gentes clementísimas, de los prodigosamente
intemperantes á los continentes templados y estoy por decir que de
monos á hombres… ¿Qué cosa pudo suceder á estos barbaros más
conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de
aquellos cuya prudencia, virtud religión los han de convertir de bárbaros,
tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres
civilizados en cuanto pueden serlo; de torpes y libinosos, en probes y
horados; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores
del verdadero Dios.”
De esta suerte, los habitantes del Nuevo Mundo fueron vistos,
alternativamente, como de verdad inocentes y como caníbales bárbaros y
traidores, viviendo desnudos y en pecado. A lo largo de la historia de la
América española, el sueño del paraíso y el noble salvaje habría de
coexistir con la historia de la colonización y el trabajo forzado. Pero la
ilusión del Renacimiento persistió a pesar de cuanto la negaba,
transformándose en una constante del deseo y del pensamiento
hispanoamericanos. Fuimos fundados por la utopía; la utopía es nuestro
destino.
Pero, para los colonizadores, las tierras recién descubiertas no eran
precisamente sociedades ideales, sino fuentes de riqueza inagotable.
Colón insistió en la abundancia de maderas, perlas y oro. Se trataba de
llegar a la siguiente conclusión: el Nuevo Mundo es tan sólo naturaleza.
Si es una utopía, se trata de una utopía sin historia; la civilización y la
humanidad le son ajenas. Esta conclusión reclamaba aclarar si la fe y la
civilización debían ser dadas o no a los indios americanos por los
europeos. Y enseguida, se proponía la cuestión de saber si el destino de
los indios americanos era transformar el Nuevo Mundo en una Edad de
Oro literal, trabajando en las minas y los campos de estas tierras que los
españoles, bajo el derecho de conquista, ahora consideraban suyas de
plena propiedad. Los trabajos forzados, las enfermedades europeas y el
simple y brutal choque cultural, destruyeron a la población indígena del
Caribe. Algunas estimaciones de la población india en el México central
calculan números tan grandes como 25 millones en vísperas de la
conquista, sólo la mitad cincuenta años más tarde, “y sólo algo más de
un millón en 1605”, de acuerdo con Barbara y Stanley Stein, en su libro
La herencia colonial de la América Latina.
Si en un principio América fue el paraíso terrenal, pronto se convirtió en
el continente hostil. Esta hostilidad se desarrolló simultáneamente en
varios planos. El del tratamiento de los conquistados por los
conquistadores. El de las pretensiones de los conquistadores al ejercicio
del poder en el Nuevo Mundo. Y el de las pretensiones en sentido
contrario de la Corona.
El príncipe que nunca fue
La relación entre la Corona española y los exploradores y
conquistadores constituyó uno de los grandes conflictos del valiente
mundo nuevo. Este conflicto tuvo que ver con la apropiación de tierra y
trabajo y, en consecuencia, con el uso del poder político. Un tema que
continúa vigente, simplemente porque la cuestión de la legítima
propiedad de la riqueza de la América española no ha sido resuelta. ¿A
quién y cómo debe serle distribuida esa riqueza? ¿Están justificados los
sistemas actuales de propiedad y distribución? Esta batalla continúa
siendo objeto de pugna, de México a Nicaragua y de Perú a Argentina.
Pero en el siglo XVI, su enfoque consistió en saber si la monarquía
española, decidida a afirmar con vigor su vocación centralista a la vez
que las comunidades deseaban afirmar su movimiento hacia una mayor
democracia, estaba dispuesta a permitir el desarrollo de cualquiera de
estos factores —feudalismo o democracia— en el Nuevo Mundo.
A los conquistadores la justicia distributiva les tenía sin cuidado.
Simplemente, habían conquistado el Mundo Nuevo. Eran el único poder
in situ. Podían usurpar la tierra y el trabajo a su voluntad. ¿Quién iba a
detenerlos? El sistema de dominación instalado por los conquistadores
se llamó la Encomienda, una institución en virtud de la cual los servicios
y el tributo de los indios eran requeridos, a cambio de la protección y la
salvación de sus almas
mediante la enseñanza religiosa. En realidad, se trataba de una forma
disfrazada de la esclavitud.
Hernán Cortés poseía una pequeña Encomienda en Cuba, y vio el
funcionamiento del sistema de cerca, enterándose de los desastres
demográficos y aun económicos provocados por las prácticas coloniales.
Al principio, deseó evitar la misma experiencia en México. Pero fue
acusado de excesiva indulgencia hacia los derrotados, y sus propios
hombres reclamaron la recompensa debida a su valentía con tierras e
indios.
Actuando como abogado de sus hombres, Cortés incluso cometió el
error de favorecer la Encomienda en una carta dirigida a Carlos V. Fue
un error político, y acaso el inicio de la mala fortuna del conquistador.
Carlos V contestó prohibiendo la Encomienda. Seguramente se formó
una idea desagradable de Cortés como sátrapa separatista en el Nuevo
Mundo.
Cortés incrementó su mala fama encabezando una expedición a
Honduras que resultó ser costosa, larga e inútil, justificando el dicho “No
te metas en Honduras”.
Otra frase corriente en la lengua española es “Entre abogados te veas”.
Suena casi a maldición gitana y Cortés debió sentirse verdaderamente
maldito cuando regresó de Honduras y descubrió que la Ciudad de
México había sido reconquistada por los hombres vestidos de negro, la
burocracia real española, armada de pergaminos y plumas. Los oficiales
del tesoro, Chirinos y Salazar, tomaron el gobierno e instituyeron un
juicio contra el conquistador. La gama de acusaciones contra Cortés iba
de robar el tesoro de Moctezuma a defender la nobleza de los indios,
protegiéndolos del trabajo servil; de estrangular a su mujer Catalina
Juárez, a la cual hizo traer de Cuba después de descartar a la Malinche y
dársela a uno de sus soldados, a financiar y encabezar la desastrosa
expedición a Honduras, hasta asesinar a sus rivales para la gubernatura
con quesos ponzoñosos.
Hernán Cortés, victorioso y ahora víctima, fue condenado, humillado y
regresado a España. Y aunque se le dio el premio de consolación de un
título nobiliario, el gobierno de México fue a dar a manos de un oficial
mediocre, y Hernán Cortés, una de las grandes figuras de la Europa
renacentista, fue reducido a la impotencia. Sus repetidas solicitudes de
reconocimiento y dinero acabaron por aburrir a la Corte y a la
burocracia. Las novedades, enanos indios y pelotas de hule, que trajo
para asombrar a los aristócratas españoles y a los consejeros reales,
pronto se desgastaron. Sus llamados a Carlos V, “Sacra Católica Cesárea
Majestad”, son patéticos. Cortés ha pasado su juventud trayendo armas a
cuestas, poniendo su persona en peligro, gastando su hacienda y su edad
durante cuarenta años, a fin de acrecentar y dilatar el nombre de su rey
—le escribe a éste— “ganándole y trayéndole a su yugo y real cetro
muchos y muy grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y
gentes, ganadas por su propia experiencia y expensas y sin ser ayudado
en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos envidiosos que como
sanguijuelas han reventado de hartos con mi sangre”. Se ve ahora viejo y
pobre, empeñado, con criados que le ponen pleito reclamando salarios. A
los 63 años, no quiere ya andar en mesones, sino coger el fruto de sus
trabajos, regresar a México apenas se le haga justicia y aclarar su cuenta
con Dios…
No le fue peor a Cortés que a otros. No fue devuelto a España
encadenado, como lo fue Cristóbal Colón. No fue ejecutado
públicamente por insubordinación a la Corona como lo fue Gonzalo
Pizarro en Perú. Y aunque no fue envenenado por sus compañeros
españoles, como lo fue Diego de Ordaz, uno de los capitanes de Cortés,
durante la exploración del Orinoco, tampoco se adaptó a una situación
confortable y segundona, como Gonzalo Jiménez de Quezada, verdadero
Cincinato de la Conquista, quien después de someter a los indios
chibcha en lo que hoy es Colombia, acabó errando en busca de El
Dorado, y eventualmente se retiró a una finca campestre. Y, desde luego,
ni Cortés ni conquistador alguno tomaron jamás el camino de la locura
como Lope de Aguirre, quien también se unió a una expedición a El
Dorado en 1560, asesinó a los jefes y se rebeló contra el rey de España,
intentando crearse un dominio propio en la fuente del río Amazonas. A
cuantos se opusieron a su locura, Aguirre les contestó con la muerte,
desde los sacerdotes que lo acompañaban, hasta su propia hija.
La humillación final de Cortés, el dolor que lo quebró, fue que la
expedición contra los moros de Argelia en 1541 no le fue encomendada.
Perversamente, una vez que su espíritu
había sido domado, a Cortés se le dio un vasto pero desarticulado feudo
sobre grandes distancias entre Cuernavaca y Oaxaca, aunque privándole
de la ciudad capital de su dominio, Antequera, en el sur de México. Al
cabo, obtuvo la riqueza; era el marqués del Valle de Oaxaca. Pero fue
desprovisto de la gloria que con derecho sentía suya. Los sueños de los
quinientos hombres duros y ambiciosos que marcharon con él de
Veracruz al trono dorado de Moctezuma deben haberle parecido muy
distantes en verdad.
Pero Hernán Cortés debe ser visto como figura singular del
Renacimiento por algo más que por sus hazañas militares. Fue un
personaje maquiavélico que se desconoció a sí mismo. Maquiavelo, sin
duda, es el hermano mayor de los conquistadores del Nuevo Mundo.
¿Pues qué es El Príncipe sino un manual para el nuevo hombre del
Renacimiento, el hombre nuevo que se dispone a crear su propio destino
mediante la voluntad y a pesar de la providencia, liberado de
obligaciones excesivas al privilegio heredado o a la nobleza de la
sangre? El Príncipe conquista el reino de este mundo, el reino de lo que
es la negación de Utopía. Pero Cortés fue el Príncipe que nunca fue.
En verdad, ni la fatalidad encarnada en Moctezuma, ni la voluntad
representada por Cortés, ganaron la partida final. Las instituciones de la
Corona y la Iglesia, del absolutismo real y de la fe católica, derrotaron
tanto al conquistador como al conquistado y establecieron, en lugar de
las estructuras de poder verticales de los aztecas, las estructuras de
poder, igualmente verticales, de los Austrias. Somos los descendientes
de ambas verticalidades, y nuestras tenaces luchas en favor de la
democracia son por ello más difíciles y, acaso, más admirables. Pero
debemos comprender que la conquista del Nuevo Mundo fue parte de la
dinámica de la Reconquista de España. Los conquistadores eran
producto de esa campaña, pero también de un individualismo de
orientación moderna y de estirpe maquiavélica, común a toda la Europa
renacentista. Eran arribistas, hombres de ambición, y provenían de todos
los estratos sociales. Algunos eran labriegos, otros pequeños hidalgos,
pero sobre todo, provenían de la clase media ascendente.
Sin embargo, no animaron en el Nuevo Mundo el ideal de las
comunidades cívicas y democráticas que muchos de sus antepasados
habían defendido durante la Edad Media. Los españoles de la Conquista
pudieron haber escogido, como habrían de hacerlo los hombres nuevos
de Inglaterra y de Francia, el camino de la ambición personal y el
ascenso social dentro de un orden constitucional. De esta manera,
habiendo conquistado a los indios, acaso, también hubiesen conquistado
a la Corona. Pudieron haber sido, como lo fueron los pobladores de la
Nueva Inglaterra, los padres de su propia democracia política. Pero los
conquistadores no escogieron esta avenida; quizás no podían escogerla.
Entre el individualismo como democracia, y el individualismo como
privilegio feudal, escogieron el segundo. De esta suerte, sacrificaron su
virtud individualista, su dimensión civil, a una visión espectral del poder
que sus antepasados en España no habían tenido. Los conquistadores
querían ser hidalgos, caballeros de propiedad. Pero ser un hidalgo
significa no tener que trabajar, sino obligar a otros a que trabajen por
uno. Significa obtener gloria en la guerra, y ser recompensando con
brazos y tierras.
La tierra como recompensa de la guerra se convirtió en una de las bases
del poder económico en la América española, tal y como lo había sido en
la España medieval. Y aunque admitieron siempre el quinto real, los
conquistadores tomaron lo que habían conquistado, pero no crearon
comunidades cívicas y democráticas en el Nuevo Mundo. Los
conquistadores querían poder feudal para ellos mismos. La Corona los
frustró, empeñada, en cambio, en establecer una autoridad absoluta
desde la lejana metrópolis. Pero las enormes distancias y las exigencias
locales del gobierno dieron a los conquistadores y a sus descendientes
amplios e inmediatos poderes. Si de esta pugna habría de derivarse, al
cabo, un compromiso entre la Corona y los conquistadores, ella pasó,
primero, por un tremendo debate sobre la naturaleza de los indios y los
límites del poder en el Nuevo Mundo.
“¡Las Indias están siendo destruidas!”
Tal fue el grito de fray Bartolomé de las Casas, quien recogió el sermón
navideño del padre
Montesinos de 1511 y su pregunta sobre el destino de los indios: “¿Éstos
no son hombres? ¿No tienen almas racionales?”
El sermón de Montesinos, escribió el autor dominicano moderno Pedro
Henríquez Ureña, fue el primer grito por la libertad en América.
Bartolomé de las Casas había sido dueño de esclavos en Cuba. En 1524
renunció a sus posesiones y entró en la orden de los dominicos,
acusando a los conquistadores de innumerables crímenes y ofensas en
contra de los indios, quienes eran súbditos del rey y los conquistadores
no podían disponer de ellos como si se tratase de cabezas de ganado.
Durante un periodo de cincuenta años, a partir del momento en que
abandonó su Encomienda en Cuba en 1515 hasta su muerte en 1566, el
padre Las Casas denunció la “destrucción de las Indias” por los
conquistadores y los acusó de “las ofensas y daños que hacen a los reyes
de Castilla, destruyéndoles aquellos sus reinos [en] todas las Indias”.
Llegó hasta a elogiar a los indios por la religiosidad que demostraron,
aunque fuesen paganos. Las Casas se preguntó: ¿Acaso los griegos, los
romanos y los hebreos no habían sido idólatras también? ¿Y esta
religiosidad pagana los había excluido acaso de la raza humana o, más
bien, los había predispuesto para la conversión?
Las Casas negó los derechos de conquista, pero sobre todo la institución
de la Encomienda, a la cual consideró “tiránica gobernación mucho más
injusta y más cruel que la con que Faraón oprimió en Egipto a los
judíos… por la cual a los reyes naturales habemos violentamente, contra
toda razón y justicia, despojado a los señores y súbditos de su libertad y
de las vidas”.
Estas ideas modernas sobre la relación amoesclavo, junto con las
demandas principales de Bartolomé de las Casas, fueron incorporadas a
las nuevas Leyes de Indias promulgadas en 1542. La Encomienda fue
legalmente abolida, aunque se mantuvo, ahora disfrazada como
repartimientos, o concesiones provisionales de trabajadores indios,
como un hecho autoperpetuado dentro del sistema real de distribución de
la riqueza en el Nuevo Mundo. La Corona seguiría combatiéndolo,
sustituyéndolo con sistemas administrativos y controles reales,
rehusando a los conquistadores y a sus descendientes derechos de
propiedad sobre la tierra y posponiendo infinitamente las decisiones que
hubiesen otorgado a los conquistadores y sus descendientes dominio
feudal, títulos de nobleza o derechos hereditarios.
En este sentido, podría decirse, con el debido respeto al padre Bartolomé
de las Casas, que fue el más útil instrumento de la Corona para atacar las
pretensiones feudales en medio de la defensa de los valores humanistas.
Pero en el análisis final, esta lucha le dejó un enorme margen a los
poderes de hecho detentados por los conquistadores, aunque preservando
siempre el dominio eminente de la Corona. Los conquistadores y sus
descendientes, muy a propósito, fueron situados por la Corona en la
posición jurídica de usurpadores. Pero de las Leyes de Indias se dijo que
semejaban la red de la araña, que sólo captura a los criminales menores,
pero permite que los grandes criminales escapen libremente.
Muchos testimonios del siglo XVI describen la innegable brutalidad de
la Encomienda y su sistema aún más severo de explotación del trabajo
en la mina, la Mita. En sus maravillosos dibujos sobre la vida del Perú
antes y después de la Conquista, Guamán Poma de Ayala, descendiente
de la nobleza incásica, describe la absoluta impunidad de los
encomenderos. En los dibujos de De Bry, que acompañaron en su gran
éxito al volumen del padre Las Casas sobre la Destrucción de las Indias,
está el origen de la llamada Leyenda Negra de una España brutal,
sanguinaria y sádica, empeñada en torturar y asesinar a sus súbditos
coloniales, en tácito contraste, sin duda, con la pureza inmaculada de los
colonialistas franceses, ingleses y holandeses. Sin embargo, mientras
que éstos piadosamente disfrazaban sus propias crueldades e
inhumanidades, nunca hicieron lo que España sí permitió. Éste fue un
debate que duró más de un siglo, sobre la naturaleza de los pueblos
conquistados y los derechos de la Conquista: el primer debate moderno
sobre los derechos humanos. Algo que jamás parece haber preocupado a
los otros poderes coloniales.
No faltaron las notas de humor en el debate, tanto del lado indígena
como del español. Durante la conquista de Chile, el jefe araucano
Caupolicán fue empalado por los
conquistadores. Pero al morir, exclamó: “Quisiera haber sido yo quien
invadió y conquistó España”. La misma idea, del otro lado del mar, la
expresó un defensor de los derechos humanos tan importante como Las
Casas. Se trata del padre Francisco de Vitoria, un jesuita que, desde su
cátedra de Salamanca en 1539, le preguntó a sus estudiantes si les
gustaría ver a los españoles tratados por los indios en España de la
misma manera que los españoles trataban a los indios en América. El
descubrimiento y la Conquista, añadió, no le daban a España más
derechos sobre el territorio americano que el que los indios pudieran
haber tenido de haber descubierto y conquistado a España. Lo mismo
pudo decirse de la colonización inglesa de Norteamérica. Pero lo que el
padre Vitoria logró fue internacionalizar, en sus libros y enseñanzas, el
problema del poder colonial y de los derechos humanos de los pueblos
sometidos. Vitoria intentó establecer reglas para limitar el poder colonial
a través del derecho de gentes. Su némesis fue Ginés de Sepúlveda,
quien acusó a los indios de practicar el canibalismo y el sacrificio
humano en una sociedad no demasiado diferente de un hormiguero. Los
indios, dijo Sepúlveda, eran hombres presociales que, por ello,
legítimamente, podían ser conquistados por los hombres civiles de
Europa, y despojados de sus bienes, a fin de darles propósitos
civilizados. Pero, ¿no eran los españoles —argumentó de inmediato
Vitoria— culpables también de crímenes contra la naturaleza? ¿No eran
todas las naciones europeas culpables de actos de destrucción y guerra?
Si esto era cierto, nadie tenía el derecho moral de conquistar a los indios.
Al lado de este intenso debate en España, muchos frailes en las Américas
trataron de aplicar reglas de compasión y humanidad a los pueblos
indígenas. El más eminente de ellos fue Vasco de Quiroga, obispo de
Michoacán que en la década de los 1530 llegó a México con la Utopía
de Tomás Moro bajo el brazo y, ni tardo ni perezoso, se dedicó a aplicar
sus reglas a las comunidades de los indios tarascos: propiedad comunal,
jornada de seis horas, proscripción del lujo, magistrados familiares
electivos y distribución equitativa de los frutos del trabajo.
Quiroga, cariñosamente llamado “Tata Vasco” por los indios tarascos
hasta el día de hoy, fue animado por una visión del Nuevo Mundo como
Utopía: “Porque no en vano sino con mucha causa y razón éste de acá se
llama Nuevo Mundo, y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo
sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad
primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra
nación ha venido a ser de hierro y peor.”
A medida que la colonización española se extendió, el campesinado
indígena resistió, se mezcló o retrocedió. Vasco de Quiroga intentó
conciliar los intereses coloniales de España con los de las comunidades
agrarias. Al nivel de la ley general, su esfuerzo obtuvo éxito. La
propiedad comunal de las aldeas indígenas fue reconocida a lo largo de
la era colonial y hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los regímenes
republicanos liberales finalmente acabaron con el sistema en nombre de
la propiedad individual, identificada con el progreso. Pero la protección
de la Corona logró salvar a muchísimas comunidades agrarias indígenas
de la extinción, y esta prolongada tradición le sirvió a rebeldes como
Emiliano Zapata en México, quien se levantó en nombre de los derechos
otorgados por la monarquía hispánica.
Más y más, las comunidades rurales se fueron dividiendo en virtud de la
competencia entre las aldeas puramente indígenas y las nuevas
comunidades mestizas. Pero el hecho central de las relaciones de trabajo
pronto se consolidó, y ello hasta nuestros propios días, en el sistema de
la Hacienda, el gran dominio territorial, que surgió como sucesor del
sistema de la Encomienda, o sea, la labor indígena a cambio de la
protección y de la evangelización, y del repartimiento, o sea, la simple
distribución de trabajo indígena sobre una base temporal. La Hacienda
se basó en una forma definitiva de la servidumbre de trabajo: el peonaje,
o sea el sistema de deuda incurrido por el trabajador y perpetuado a lo
largo de su vida y la de sus descendientes. La Corona fue incapaz de
dominar esta forma insidiosa de esclavitud, en tanto que la Hacienda
creció sin demasiada publicidad, silenciosamente y legitimada, en cierto
modo, por los sistemas de latifundios existentes en España y en Europa.
En vez de fijar la atención pública en la relación de trabajo, la Hacienda
la distrajo hacia la simple posesión de
la tierra. La tierra era necesaria para sostener a la creciente población
española y mestiza, en tanto que los indios iban disminuyendo, y
estelebensraum económico fue asegurado mediante la usurpación directa
o, más discretamente, mediante “concesiones de terreno, adquisiciones,
acreciones, fusiones y competencia económica”, como lo explica
Charles Gibson en su libro España en América: “Tierras que
originalmente fueron otorgadas en extensiones relativamente pequeñas,
fueron luego adquiridas por los especuladores coloniales y vendidas una
y otra vez antes de adquirir la forma final de la hacienda. Los títulos de
propiedad de la mayor parte de las haciendas consistían de abultados
archivos reuniendo numerosas pequeñas propiedades.”
Este fenómeno se prolongó a lo largo de los siglos, de la administración
colonial a las republicanas, y sirvió también como base para que la
América Latina desempeñase su papel internacional como proveedor de
materias primas e importador de capital y bienes manufacturados.
Reveló también las heces de la corrupción política sobre las cuales se
fundaba todo el sistema económico y la hipocresía moral que, mediante
el desplazamiento de atención del trabajo a la tierra, le permitió incluso a
la Iglesia abandonar sus fantasías utópicas y adquirir vastas propiedades
como fundamento de su poder político y económico verdadero.
A medida que los conquistadores pasaron a la historia, sus
descendientes, así como los españoles que viajaron a vivir en las
colonias, se las arreglaron como mejor pudieron tanto con los principios
generales de las leyes humanitarias, como con la situación real que
encontraron en estos lejanos territorios. La distancia entre la Corona y
sus posesiones fue acentuada durante la decadencia económica de
España en el siglo XVII. El gobierno de Felipe III, inmerso en una
profunda crisis económica al iniciarse el siglo, dejó de pagar salarios a
sus administradores coloniales. Éstos se vieron obligados a
proporcionarse sus propios ingresos mediante negocios turbios,
verdaderas corruptelas que transformaron a los funcionarios locales de la
Corona en caciques provincianos. Ellos crearon los monopolios
económicos en los distritos bajo su dominio y se aliaron con los
comerciantes locales, quienes aseguraron que los funcionarios recibiesen
sus salarios, en tanto que éstos obligaron a los indios a recibir préstamos
forzados y, acto seguido, a entregar sus cosechas a precios fijos a la
alianza de funcionarios y comerciantes en caso de incumplimiento de
pago, aumentando infinitamente la deuda campesina. Una bonita
situación, que nos proporciona la imagen radical, original, de la
corrupción de la vida tanto pública como privada en la América Latina.
La figura central de este sistema fue el corregidor, recaudador de
impuestos, magistrado y administrador, cuyos labios obsequiaban a la
Corona, pero cuyas manos estaban profundamente inmersas en los
negociados compartidos con los poderes locales y aislados de los dueños
de haciendas y de los caciques políticos.
No es de extrañar que cuando las nuevas y humanitarias leyes llegaron
de España al Nuevo Mundo, los funcionarios locales simplemente se las
pusieran sobre las cabezas, declarando solemnemente: “La ley se acata
pero no se cumple.” De esta manera, se desarrolló en la América Latina
un profundo divorcio entre el país legal, consagrado en la legislación
monárquica y más tarde en las Constituciones republicanas, y el país
real, pudriéndose detrás de la fachada legal y contribuyendo a la
desmoralización y a la disrupción de la América española desde sus
inicios.
Efectivamente, la fachada legal no pudo haber sido más majestuosa, más
consecuente con nuestra tradición jurídica romana y su ordenación
simétrica, y más verticalmente ordenada, asimismo, de arriba hacia
abajo. En sus grandes frescos en la Biblioteca Baker del colegio de
Dartmouth en Nueva Inglaterra, el muralista mexicano José Clemente
Orozco ha representado intuitivamente tanto al mundo indígena como al
mundo colonial a partir de llamativos planos verticales. Las figuras
indígenas, arrodilladas pero levantando los brazos, se encuentran
reunidas alrededor de la estructura vertical de la pirámide. La figura
española, el conquistador, posa en una actitud rígidamente vertical, su
espada verticalmente detenida enfrente de su sexo, en tanto que una
iglesia se levanta verticalmente con la cruz en la cúpula en lugar de la
pirámide india.
Las estructuras verticales del gobierno durante la época colonial eran
presididas, desde
luego, por el propio rey, gobernando desde España. Sujetos a él, en
grado descendente, se encontraban el Consejo de Indias, directamente
concernido con el gobierno de las colonias como parte del patrimonio
real, no del patrimonio de todo el pueblo español, pues México, Perú o
Chile eran reinos añadidos a las posesiones del rey de España y no del
pueblo español.
Seguía, en escala descendente, la Casa de Contratación de Sevilla,
encargada del comercio de Indias, la cual centraba y monopolizaba y
que, hecho de suma importancia, estaba autorizada para recibir el oro y
la plata de las Américas. Y finalmente, dependientes de estas altas
instituciones españolas, se encontraban las autoridades locales de las
lejanas colonias, en primer lugar los virreyes, enseguida los capitanes
generales, todos ellos nombrados en España, así como los gobernadores,
los jefes de los distritos provinciales y los alcaldes. Aplastado por la
pesada estructura se encontraba, finalmente, el municipio, luchando,
generalmente sin éxito, por mantener un mínimo de justicia local.
El sistema original de poder en la América española fue una autocracia
vertical, gobernada desde lejos mediante leyes paternalistas que rara vez
fueron implementadas en tanto que al nivel local, arreglos de tipo
práctico, político y económico, entre los terratenientes y los jefes
políticos, sirvieron para asegurar la explotación implacable y a veces
ineficaz del trabajo y de la tierra.
Significativamente, hubo un fuerte sentido de continuidad entre las
estructuras verticales del Imperio Habsburgo y los de los mundos azteca
y quechua. Incluso el concepto del dominio eminente, en virtud del cual
el Estado detentaba la propiedad original de la tierra y simplemente la
concedía de manera temporal al interés privado, representó una tradición
común entre los imperios indígenas y la monarquía española. Pero estos
hechos jurídicos estaban en contradicción cotidiana con las prácticas
políticas.
Los conquistadores y sus descendientes se apropiaron de la tierra y el
trabajo mediante el derecho de conquista. La Corona les denunció con
base humanitaria pero también jurídica, alegando que la tierra le
pertenecía a los indios, y a través de ellos a la Corona. Los colonizadores
desobedecieron a la Corona, pero la Corona les replicó privándoles de
derechos hereditarios, constantemente intentado parcializar sus poderes,
rebajándolos a la categoría de “segundones”. Pero los colonizadores se
organizaron localmente en esferas donde la Corona no podía tocarles,
creando una política rural aislada de opresión y explotación que persiste
hasta el día de hoy.
Una red de ciudades
Detrás de la fachada majestuosa de la ley y de las prácticas vulgares de
la política real, otros factores dinamizaron la nueva vida de la América
colonial. La primera, por supuesto, fue el pueblo. Los conquistadores
españoles y sus descendientes, los inmigrantes europeos a las Américas,
los mestizos, que eran hijos de españoles y de mujeres indígenas, y los
criollos, que eran blancos nacidos en las Américas. Más tarde, los negros
y su descendencia mulata. Y, desde luego, los propios indios, los
vencidos.
Los primeros conquistadores, le escribió Cortés a Carlos V, eran gente
ruda, sin educación y de bajo origen. Quizás Cortés trataba de
impresionar al rey con sus credenciales salmantinas; la verdad es que no
sólo labriegos y obreros participaron en la Conquista, sino también
miembros de la nobleza menor y de la clase media. El historiador
Céspedes del Castillo nos ofrece un reparto más amplio de la
inmigración durante el siglo XVI. El tono general de la inmigración,
dice el historiador, fue dado por numerosos frailes, sacerdotes y muchos
pequeños hidalgos, así como guerreros que eran más numerosos al
principio que al final; casi ningún aristócrata, pero en cambio muchos
mercaderes, pintores y artesanos, y abogados de mayor influencia que
número.
No obstante, el proceso colonizador podía ser extremadamente selectivo.
Los judíos, los moros y los herejes, expresamente, fueron excluidos de la
inmigración transatlántica. Y aunque es cierto que los conquistadores
generalmente viajaron como solteros y se mezclaron libremente, primero
con las mujeres indias y más tarde con las negras, no existió prohibición
expresa para que las mujeres vinieran a América y, de hecho, muchas de
ellas desempeñaron papeles notables en el periodo inicial de la
colonización. La mujer de Pedro de los Ríos, gobernador de Panamá, se
rehusó a regresar a España cuando terminó el periodo oficial de su
marido, prefiriendo permanecer en Panamá con su ganado y con sus
grandes esperanzas de que el oro del Perú, que fluía entonces del
Pacífico al Atlántico, le tocara también a ella. Y una mujer llamada Inés
Suárez, extremeña como tantos de los conquistadores, siguió a su marido
hasta Venezuela, pero no lo encontró; entonces, Inés siguió al Perú,
donde descubrió que su marido había muerto. Ahí, conoció a Pedro de
Valdivia y lo acompañó a la conquista de Chile y a la fundación de la
capital más sureña del Nuevo Mundo hispánico, Santiago del Nuevo
Extremo, un nombre que recordaría tanto al apóstol batallador de la
Reconquista como a la provincia común a Inés y a Pedro, Extremadura.
Inés fue enfermera de los heridos, sirvió fielmente a Valdivia como
teniente y amante, pero se inclinó ante la exigencia de un sacerdote para
que abandonase a su hombre cuando la mujer del conquistador fue traída
desde España. Como moraleja de todo esto, quizás, Valdivia fue muerto
por los araucanos antes de que llegase la señora Valdivia. Ignoro si las
dos viudas llegaron a conocerse.
Y las mujeres desempeñaron un importantísimo papel en la más
dramática de todas las fundaciones de una ciudad hispanoamericana en
este periodo. Ésta fue la fundación de Buenos Aires. Pero Buenos Aires
es una ciudad de dos historias. Fue fundada dos veces sobre las riberas
del Río de la Plata. La primera vez en 1536, por Pedro de Mendoza, un
vanidoso cortesano quien ya había hecho fortuna en el saco de Roma por
las tropas españolas en 1527. Llegó al Río de la Plata en búsqueda de
más oro: “conquista de paganos con dinero de romanos”, dijo un verso
de la época. En cambio, encontró fiebre, hambre y muerte. Los indios de
estas regiones sureñas eran pobres y no le tenían miedo ni a los caballos
ni a las escopetas. Atacaron las fortificaciones españolas noche tras
noche.
Quizás la única consolación para los españoles es que a esta expedición
vinieron muchas mujeres, algunas de ellas disfrazadas de hombres.
Prestaron servicios como centinelas, animaron los fuegos y, como
escribió una de ellas, “comemos menos que los hombres”. Pero pronto
no había nada que comer, y como en toda fiebre del oro que se estime,
los españoles devoraron las suelas de sus botas y, se rumoró, incluso
canibalizaron a sus muertos. Mendoza murió de sífilis y fue arrojado al
río. Acaso el único oro jamás visto aquí fue el de los anillos en los dedos
del explorador al hundirse en el turbio Río de la Plata.
Buenos Aires fue quemada y abandonada. La primera fundación fue un
desastre, el más grande de cualquier ciudad española de las Américas.
Pero 44 años más tarde, un sobrio administrador llamado Juan de Garay,
descendió de Asunción por el río Paraná y fundó Buenos Aires por
segunda vez, pero, en esta ocasión, la ciudad fue dispuesta a escuadra y
concebida no como una población de aventureros y buscadores de oro,
sino como ciudad del orden, el trabajo y la eventual prosperidad, todo lo
cual Buenos Aires llegó a ser. Ciudad porteña, desagüe para el comercio
de cueros y producto vacuno, sobre el mar llamado Río de la Plata, el
turbio río color de la piel del león, como lo describiría un día el poeta
Leopoldo Lugones. Ciudad construida sobre pantanos, ciudad drenaje de
las minas de plata de Potosí hacia el Atlántico.
La doble fundación de Buenos Aires sirve para dramatizar dos impulsos
de la colonización española en el Nuevo Mundo. Uno de ellos se fundó
en la fantasía, la ilusión, la imaginación. Los conquistadores fueron
motivados no sólo por el hambre del oro, la fiebre del Perú, como se le
llamó, sino por la fantasía y la imaginación que, a veces, constituía un
elixir aún más poderoso. Al entrar el mundo voluntarioso del
Renacimiento, estos hombres aún llevaban en la cabeza las fantasías de
la Edad Media. Se convencían fácilmente de ver ballenas con tetas
femeninas y tiburones con dobles penes; peces voladores y playas con
más perlas que arena en ellas. Cuando lograban ver sirenas, sin embargo,
podían comentar irónicamente que no eran tan bellas como se decía.
Pero su búsqueda de las fieras guerreras del mito les condujo en el largo
camino desde California, así llamada en honor a la reina amazona
Calafia, a la fuente misma del más grande río de la América del Sur. ¿Se
equivocaron en su búsqueda de la fuente de la juventud en Florida, la
tierra de las flores
explorada por Ponce de León? La búsqueda paralela de El Dorado, el
jefe indio pintado en oro dos veces al día, les condujo en cambio hasta
Potosí, la mina de plata más grande del mundo. Y la búsqueda de las
fabulosas siete ciudades de Cíbola llevó a Francisco de Coronado en su
dramática peregrinación hasta el descubrimiento de Arizona, Texas y
Nuevo México.
Jamás encontraron las ciudades mágicas. Pero, como lo demostró la
segunda fundación de Buenos Aires, fueron capaces de fundar las
verdaderas ciudades, no las del oro, sino las de los hombres. Nunca,
desde los tiempos de los romanos, desplegó nación alguna tan
asombrosa energía como España lo hizo en las fundaciones del Nuevo
Mundo. Las distancias eran enormes; las riquezas gigantescas; pero nada
detuvo a los hombres de España en su empuje hacia el norte, hasta lo
que hoy es California y Oregón; y hacia el sur, hasta la punta misma del
continente, la Tierra del Fuego. Pero a fin de dominar tanto la distancia
como la riqueza, era preciso fundar ciudades. Cientos de ciudades, desde
San Francisco y Los Ángeles a Buenos Aires y Santiago de Chile. Y
éstos no eran meros puestos fronterizos, sino centros urbanos de gran
nobleza, permanentes, que reflejaban la decisión española de instalarse
en el Nuevo Mundo “para la eternidad”.
Para limitarnos a los extremos de la América española, México y
Argentina, la lista de fundaciones es verdaderamente impresionante. En
México, una ciudad tras otra es fundada: Veracruz en 1519, Colima en
1524, Antequera (Oaxaca) en 1521, y ese mismo año, San Cristóbal de
las Casas. Guadalajara en 1542, Puebla en 1531 y Taxco en 1528;
Culiacán en el océano Pacífico, en 1531; Querétaro en los valles
centrales en 1531. Y en Argentina, el ritmo urbano es comparable:
Santiago del Estero en 1553, Mendoza en 1561 y San Juan un año
después; Tucumán en 1565, Córdoba en 1617 y Santa Fe en 1575, Salta,
Corrientes, La Rioja y San Luis entre 1580 y el fin del siglo XVI.
A veces eran puertos construidos como fortalezas, así en el Caribe como
en el Pacífico: La Habana, Acapulco, Cartagena.
Otras, eran grandes capitales de escala mayor, como México y Lima. Y
la mayoría eran ciudades de provincia, sólidas, construidas de acuerdo
con el modelo renacentista de la ciudad a escuadra, cada una con su
plaza central, su iglesia y su ayuntamiento, estableciendo así los ritmos
duraderos de la vida: la plaza donde los amantes pueden cortejarse y los
viejos pasar el día jugando a los dominós o discutiendo las noticias; la
plaza donde las leyes son proclamadas y las revoluciones lanzadas.
Otras, eran ciudades mineras que simplemente siguieron los caprichosos
contornos de los montes donde el oro y la plata eran explotados. En
todos los casos, una vez que la ciudad era fundada, sus pobladores
recibían, cada uno, un solar, pero también una extensión de tierra
agrícola fuera de los límites urbanos, así como derechos a las tierras
reservadas para el uso comunal.
El Imperio español, nos dice Francisco Romero, el historiador argentino
de la ciudad latinoamericana, se convirtió en una red de ciudades que
dominó a las áreas rurales. Pero tanto las ciudades como las áreas rurales
crearon sus propios centros de poder, desarrollaron sus peculiaridades y
parcelaron la visión homogénea soñada en Madrid. Las ciudades, añade
Romero, eran españolas, en un sentido sumamente formal y legalista.
Eran fundadas como un acto político, para ocupar la tierra y establecer
los derechos de conquista. Pero ninguna ciudad podía ser considerada
legítima si no la precedía la ley. La ciudad tenía que ser imaginada,
fijada en la ley antes de ser fijada en los hechos. La forma de la tradición
romana tenía que preceder a la realidad y mantenerse por encima de ella.
La ley de la ciudad produjo el hecho de la ciudad. Y enseguida, la ciudad
procedió a irradiar desde su centro el poder español, subyugando a la
población indígena.
Las ciudades se transformaron también en centros de una nueva cultura.
La primera universidad del Nuevo Mundo se fundó en Santo Domingo
en 1538, y las universidades de Lima y la Ciudad de México en 1551,
mucho antes que la primera universidad en las colonias inglesas de
América, Harvard College, fundada en 1636. La primera imprenta de las
Américas fue instalada en la Ciudad de México por el tipógrafo italiano
Giovanni Paoli (Juan Pablos) en 1539, en tanto que la primera imprenta
angloamericana fue inaugurada por Stephen Daye en Cambridge,
Massachusetts, en 1638.
Básicamente, las universidades proponían los estudios medievales
tradicionales del trivio (gramática, retórica y lógica) y el cuadrivio
(geometría, aritmética, música y astronomía) junto con la teología, el
derecho y la filosofía política central del escolasticismo, esto es, las
ideas de Santo Tomás de Aquino. Esta filosofía fue determinante para la
cultura política de la América Latina, en virtud de que durante
trescientos años, todos, de México a la Argentina, asistieron a la escuela
política de Santo Tomás. Y en ella aprendieron, de una vez por todas,
que el propósito de la política, su valor supremo, superior a cualquier
valor individual, era el bien común. Para alcanzarlo se requería la
unidad; el pluralismo era un estorbo. Y la unidad sería alcanzada de
manera superior gracias al gobierno de un solo individuo, no a través del
capricho de múltiples electores. En una de las once capillas de la iglesia
de Santo Domingo en Oaxaca, Santo Tomás de Aquino preside desde el
cielo las verdades políticas básicas destiladas en el corazón de la
América española. Frente a él, se sienta San Agustín, el doctor de la
Iglesia cuyas ideas constituyen otra de las piedras angulares de nuestra
vida espiritual y política: la gracia de Dios no es directamente asequible
a cualquier individuo sin la asistencia de la Iglesia. Para llegar a Dios, se
debe pasar por la jerarquía eclesiástica. Éste era un sistema hermético
para enseñar la verdad revelada, negando la participación de la
investigación individual o de la crítica, pero subrayando la necesidad
primordial de la tradición y del papel de la Iglesia como depositaria
legítima de la tradición, propagadora de la verdad y denunciadora
infalible del error.
Pero la insistencia en que el bien común es otorgado desde arriba
mediante la concesión autoritaria, aseguró que esta filosofía política sólo
podría ser modificada desde abajo a través de la revolución violenta.
Nuevamente, los principios y las prácticas de la democracia fueron
pospuestos. La América española habría de extraviarse en los laberintos
del autoritarismo y de la imitación extralógica de modelos extranjeros de
progreso y democracia, antes de encontrar sus propias tradiciones
interrumpidas, sus propias raíces democráticas y conflictivas en las
comunidades medievales de España, en el lado humanístico de la
sociedad azteca, en el valor social de la cultura quechua.
La educación colonial fue un sistema de enseñanza que podríamos
definir como inteligencia dirigida. Y el sistema de publicaciones que la
acompañó también podía ser sumamente restrictivo. Sólo seis años
después de la Conquista, la Corona prohibió ulteriores publicaciones de
las Cartas de relación de Cortés a Carlos V. La Corona no deseaba
promover el culto de la personalidad de los conquistadores. En efecto, se
nos prohibió conocernos a nosotros mismos. En 1553, un decreto real
prohibió la exportación a las Américas de todas las historias que tratasen
sobre la Conquista, para no mencionar cualquier historia que elogiase a
las derrotadas culturas indígenas.
No obstante, la Corona era capaz de tomar iniciativas sumamente
ilustradas, tales como la temprana creación de escuelas para los
indígenas más dotados, que eran miembros de la aristocracia de las
naciones derrotadas. En el Colegio de Tlatelolco en México, por
ejemplo, los jóvenes indígenas aprendían en español, latín y griego,
demostrando la excelencia de sus estudios. Pero, al cabo, el experimento
fracasó, primero porque irritaba a los conquistadores tener súbditos
indios que sabían más que ellos, pero sobre todo, porque los
conquistadores no querían indios que tradujesen a Virgilio, sino indios
que trabajasen para ellos como mano de obra barata en las minas y en las
haciendas.
Y los necesitaban también como obreros de la nueva religión. El
cristianismo arrasó los antiguos templos, “templos del demonio” como
los llamó un misionero cristiano. Pero fueron los indios mismos quienes
construyeron los nuevos templos de la cristiandad americana.
Padre y madre
Se puede discutir si la conquista de América fue buena o mala, pero la
Iglesia sabía perfectamente que su papel en el proceso colonizador era el
de evangelizar. La Iglesia entró en contacto con una población rasgada
entre su deseo de rebelarse y su deseo de encontrar protección. La
Iglesia ofreció tanta protección como pudo. Muchos grupos indígenas,
de los coras en México a los quechuas en Perú a los araucanos en Chile,
resistieron a los españoles
durante un largo tiempo. Otros acudieron en multitudes pidiendo el
bautizo en las calles y en los caminos. El fraile franciscano Toribio de
Benavente, quien llegó a México en 1524 y fue llamado por los indios
“Motolinía”, que significa “el pobre y humilde”, escribió que: “Vienen al
bautismo muchos, no sólo los domingos y días que para esto están
señalados, sino cada día de ordinario, niños y adultos, sanos y enfermos,
de todas las comarcas; y cuando los frailes andan visitando les salen los
indios al camino con los niños en brazos, y con los dolientes a cuestas, y
hasta los viejos decrépitos sacan para que los bauticen… Cuando van a el
bautismo, los unos van rogando, otros importunando, otros lo piden de
rodillas, otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose;
otros lo demandan y reciben llorando y con suspiros.”
Motolinía afirma que quince años después de la caída de Tenochtitlan en
1521, “más de cuatro millones de almas habían sido bautizadas”. Y
aunque esto puede ser propaganda eclesiástica, el hecho es que los actos
formales del catolicismo, del bautismo a la extremaunción, se
convirtieron en ceremonias permanentes de la vida popular en toda la
América española, y que la arquitectura eclesiástica desplegó una
imaginación práctica, capaz de unir dos factores vitales para las nuevas
sociedades americanas. La primera fue la necesidad de tener un sentido
de parentesco, un padre y una madre. Y la segunda, fue la de contar con
un espacio físico protector, donde los viejos dioses podrían ser
admitidos, disfrazados, detrás de los altares de los nuevos dioses.
Muchos mestizos jamás conocieron a sus padres. Sólo conocieron a sus
madres indígenas, amantes de los españoles. El contacto y la integración
sexuales fueron, ciertamente, la norma de las colonias ibéricas, en
oposición a la pureza racial y la hipocresía puritana de las colonias
inglesas. Pero ello no alivió la sensación de orfandad que muchos hijos
de españoles y mujeres indígenas seguramente sintieron. La Malinche
tuvo un hijo de Cortés, quien lo reconoció y lo bautizó Martín. Pero el
conquistador tuvo otro hijo, también llamado Martín, con su mujer
legítima, Juana Zúñiga. Andando el tiempo, ambos hermanos se
conocieron y protagonizaron, en 1565, la primera rebelión de la
población criolla y mestiza de México contra el gobierno español. La
legitimación del bastardo, la identificación del huérfano, se convirtió en
uno de los problemas centrales, aunque a menudo tácitos, de la cultura
latinoamericana. Los españoles lo abordaron de maneras religiosas y
legalistas.
La fuga de los dioses, que abandonaron a su pueblo; la destrucción de
los templos; las ciudades arrasadas; el saqueo y destrucción implacables
de las culturas; la devastación de la economía indígena por la mina y la
Encomienda. Todo ello, además de un sentimiento casi paralizante de
asombro, de maravilla ante lo que ocurría, obligaba a los indígenas a
preguntar: ¿dónde hallar la esperanza? Era difícil encontrar ni siquiera
un destello en el largo túnel que el mundo indígena parecía recorrer.
¿Cómo evitar la desesperanza y la insurrección? Ésta fue la pregunta
propuesta por los humanistas de la Colonia, pero también por sus más
sabios, y astutos, políticos. Una respuesta fue la denuncia de Bartolomé
de las Casas. Otra, las comunidades utópicas de Quiroga y los colegios
indígenas de la Corona. Pero en verdad fueron el segundo virrey, don
Luis de Velasco, y el primer arzobispo de México, fray Juan de
Zumárraga, quienes hallaron la solución duradera: darle una madre a los
huérfanos del Nuevo Mundo.
A principios de diciembre de 1531, en la colina del Tepeyac cerca de la
Ciudad de México, un sitio previamente dedicado al culto de una diosa
azteca, la virgen de Guadalupe se apareció portando rosas en invierno y
escogiendo a un humilde tameme, o cargador indígena, Juan Diego,
como objeto de su amor y de su reconocimiento. De un golpe maestro,
las autoridades españolas transformaron al pueblo indígena de hijos de la
mujer violada en hijos de la purísima virgen. De Babilonia a Belén, en
un relámpago de genio político. Nada ha demostrado ser más
consolador, unificante y digno del más feroz respeto en México, desde
entonces, que la figura de la virgen de Guadalupe, o las figuras de la
virgen de la Caridad del Cobre en Cuba, o de la virgen de Coromoto en
Venezuela. El pueblo conquistado había encontrado a su madre.
También encontraron un padre. México le impuso a Cortés la máscara de
Quetzalcóatl.
Cortés la rechazó y, en cambio, le impuso a México la máscara de
Cristo. Desde entonces, ha sido imposible saber quién es
verdaderamente adorado en los altares barrocos de Puebla, Oaxaca y
Tlaxcala: ¿Cristo o Quetzalcóatl? En un universo acostumbrado a que
los hombres se sacrificasen a los dioses, nada asombró más a los indios
que la visión de un Dios que se sacrificó por los hombres. La redención
de la humanidad por Cristo es lo que fascinó y realmente derrotó a los
indios del Nuevo Mundo. El verdadero regreso de los dioses fue la
llegada de Cristo. Cristo se convirtió en la memoria recobrada, el
recuerdo de que en el origen los dioses se habían sacrificado en beneficio
de la humanidad. Esta nebulosa memoria, disipada por los sombríos
sacrificios humanos ordenados por el poder azteca, fue rescatada ahora
por la Iglesia cristiana. El resultado fue un sincretismo flagrante, la
mezcla religiosa de la fe cristiana y la fe indígena, una de las
fundaciones culturales del mundo hispanoamericano. Y, sin embargo,
existe un hecho llamativo: todos los Cristos mexicanos están muertos, o
por lo menos, agonizan. En el calvario, en la cruz, tendidos en féretros
de cristal, todo lo que se ve en las iglesias populares de México son
imágenes de Cristo postrado, sangrante y solitario. En contraste, las
vírgenes americanas, como las españolas, están rodeadas de gloria y
celebración perpetuas, flores y procesiones. Y el decorado mismo que
rodea a estas figuras, la gran arquitectura barroca de la América Latina
es en sí una forma de celebración de la nueva fe, pero es al mismo
tiempo una celebración riesgosa de las viejas religiones supervivientes.
La maravillosa capilla de Tonantzintla cerca de Cholula, en México, es
una de las más llamativas confirmaciones del sincretismo como
elemento dinámico de la cultura de la contraconquista. Lo que aquí
ocurrió se repitió a lo largo y ancho de la América Latina. Los artesanos
indígenas recibieron grabados de los santos y otros motivos religiosos de
manos de los evangelizadores cristianos, quienes les pidieron
reproducirlos dentro de las iglesias. Pero los antiguos albañiles y
artesanos de los templos indígenas querían hacer algo más que copiar.
Deseaban celebrar a sus dioses viejos al lado de los nuevos dioses, pero
esta intención hubo de enmascararse mediante una mezcla del elogio de
la naturaleza con el elogio del cielo, fundiéndolos de manera
indistinguible.
Tonantzintla es, en efecto, una recreación indígena del paraíso indígena.
Blanca y dorada, la capilla es una cornucopia de la abundancia en la que
todas las frutas y flores del trópico ascienden hacia la cúpula, hacia el
sueño de la abundancia infinita. El sincretismo religioso triunfó y, con él,
de alguna manera, los conquistadores fueron conquistados.
En Tonantzintla, los indígenas se pintan a sí mismos como ángeles
inocentes rumbo al paraíso, en tanto que los conquistadores españoles
son descritos como diablos feroces, bífidos y pelirrojos. El paraíso,
después de todo, puede ser recobrado.

Our affordable academic writing services save you time, which is your most valuable asset. Share your time with your loved ones as our Unemployedprofessor.net experts deliver unique, and custom-written paper for you.
Get a 15% discount on your order using the following coupon code SAVE15
Order a Similar Paper Order a Different Paper